Diario de León

Antonio Manilla

Diálogo y buenismo

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La falsedad del imperio del diálogo en el que parecemos vivir tan satisfechos viene cuando, terminado el debate, alguien tiene que tomar una decisión. Escuchar a todas las partes lo único que garantiza es que todas tuvieron oportunidad de exponer sus argumentos. Desde luego, es más que nada y la razón primera y última de los parlamentos, pero, al final, al toro por los cuernos lo coge uno, igual que en la vida ocurre: cada uno vive en primera persona siempre, la existencia no entiende demasiado de personas gramaticales, tiende a lo que el poeta llamó vivir en los pronombres.

El papel del diálogo, del debate, del coloquio y otras formas de conversación, orientado a la toma de decisiones, es semejante al del ángel y el demonio que aparecen en los dibujos animados susurrándole a la oreja del protagonista consejos antagónicos. Está muy bien, pero a la hora de la verdad es el protagonista el que tiene que decidir y pechar con las consecuencias de aquello que decida. El poder tiene su erótica pero también sus responsabilidades y, además, por lo común, el gobernante es quien tiene todas o por lo menos más claves de aquel asunto sobre el que se espera su resolución.

El buenismo imperante, que es quien define lo incorrecto políticamente, valora mucho eso de escuchar al otro y, aunque un paseo por las redes sociales inmediatamente quita las anteojeras de la tolerancia a pie de calle, en ese vivir como si todos fuéramos ángeles todavía hay mucha gente de buena voluntad que pone sus esperanzas al levantarse cada mañana. Y no sólo lo respeto sino que me parece que está bien, porque hacen del mundo un lugar más amable. Uno, cuando puede, busca su compañía, que es un remanso y un oasis, aunque a uno acaso le gustaría que llegara a ser un espejo.

Pero de ahí a convenir con ellos lo correcto no hay un paso sino un abismo, porque por diálogo en demasiadas ocasiones se entiende la imperiosa necesidad de aceptar los argumentos arcangélicos del otro, y a uno le parece que lo que es innegociable no precisa diálogo ni regateo. Desde luego, la democracia se funda en el respeto a las minorías, pero cuando las minorías pretenden imponerse a las mayorías sobre aquello que precisamente las hizo reunirse, que en muchas ocasiones no es un proyecto sino un principio, también se corrompe.

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