Diario de León

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Aceptémoslo, no se puede ser amigo de una pitón, salvo que no te importe terminar siendo el protagonista de su digestión. No compensa. Tampoco consigues serlo de ciertos especímenes humanos. Marino Gómez Santos interrumpió a tiempo su amistad de juventud —la suya— con el mejor articulista y entrevistador español de los años cuarenta y cincuenta. Nos lo cuenta en su González-Ruano, en blanco y negro (Renacimiento) . A sus casi noventa años rebosa lucidez y energías. Sigue escribiendo y pasando el espejo a lo largo de la memoria. Pero esta vez no se trata ya de biografiar a Baroja, Marañón o a Severo Ochoa, entre otros ilustres. César González-Ruano (1903-1965) reptaba y solo fue virtuoso escribiendo. Una obra, pues, de gran interés. Y no solo por la sospecha, aunque nunca demostrada, de que en el París ocupado vivía —y muy bien— de estafar y expoliar a los judíos que intentaban huir por Andorra. Nunca pudo explicar por qué en aquellos días aciagos tenía cuatro pisos en la ciudad del Sena, sin trabajo conocido. Un ser oscuro, sin duda. El libro de Gómez Santos radiografía con nitidez la naturaleza amoral y enfermiza del retratado. No fue posible mantener la amistad, porque esta es carretera de dos direcciones y González-Ruano era de dirección única. En sus páginas nos cuenta vivencias, reproduce cartas y recupera opiniones. No pasa de puntillas por lo escabroso, ahí está el capítulo «Los instintos oscuros», pero deja que sea el lector quien visualice la imagen final que el puzle oculta. Francisco Umbral se lo trajo a León a dar una conferencia.

González-Ruano hizo orfebrería del retrato periodístico, matemática de la palabra y gramática de la magia oscura… pero ¿acaso es lo más importante, incluso llevado a la perfección? Gómez Santos, gran caballero del periodismo, intentó ser su amigo y no fue posible. Aunque no es convicción muy compartida hoy por escritores e intelectuales, creo que no hay genialidad sin bondad. Su libro no es un ajuste de cuentas aplazado, está escrito con rigor y compasión. González-Ruano fue un maestro de la pluma, nunca de la conducta. Escribía como los ángeles caídos. En fin, parafraseando el título del célebre melodrama: «Que el cielo le juzgue».

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