Moribundez
Nnguna de las dos guerras mundiales fue en realidad mundial: se denominaron así porque el orbe se dividió en bloques, pero «nada más» unos cuarenta países enviaron tropas al frente durante la Segunda Guerra. En un planeta interconectado, la única desgracia verdaderamente global en las dos últimas centurias —al reguetón no lo contamos porque hay gente que no lo considera un mal— es la pandemia de coronavirus o virus chino, que hasta ahora ha afectado a más de la mitad de los ciento noventa y cuatro países que hay en el mundo y la lista sigue creciendo. Aunque no va a provocar ni de lejos la mortandad de la peste negra del siglo XIV —la ciencia ha avanzado una barbaridad, aunque nos esté pareciendo lenta: tardó siglos en conocerse que el origen de aquella epidemia medieval era una zoonosis provocada por ratas y pulgas—, eso no nos sirve de consuelo mientras vemos a nuestro alrededor caer o infectarse a próximos y lejanos. Camino del tercer millón de víctimas, hechos que precipitadamente consideramos marcadores del incipiente siglo, como el atentado de las Torres Gemelas, han quedado reducidos casi a acontecimientos locales. ¿Quién se acuerda de un aniversario en medio de un terremoto?
Aunque objetivamente la mortandad de la covid 19 no sea alta, es demasiada. Esa es la percepción general de los ciudadanos, en la cual influye el estado del bienestar, el nivel de vida del siglo, que se preparaba para unos segundos felices años veinte celebrando la llegada del 5G y la inminencia de los nanorrobots sanitarios, el espejismo de un futuro «creciente fértil» al menos en las sociedades occidentales. El contraste entre expectativas y realidad ha sido tan brutal que el castillo quizá no resista el golpe. Una amenaza invisible y medieval, desterrada de nuestro imaginario —eminentemente tecnológico—, llegó y mando a parar. Eclipse en el paraíso.
La mortalidad de la pandemia parece que no es crítica: no peligramos como especie. Sin embargo, el estado de «moribundez» —este neologismo es de William Faulkner, lo empleó en Las palmeras salvajes— en que está dejando postrado a Occidente sí puede llegar a serlo. Habrá que ver si los modelos económicos y sociales sobreviven, si permutan las formas de organizarnos y convivir, la evolución de las mentalidades y los nuevos sistemas que surgen. Si nos quedan ánimos para afrontar un posible fin del limbo, fuerzas después de tanto vivir esperando a los bárbaros.