Diario de León

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Por razones que no son interesantes de explicar, hace unos días y después de un largo viaje por carretera, tuve que hacer noche en un hotel del extrarradio de una gran ciudad.

Tenía que tomar un avión, pero mi vuelo había sido aplazado hasta el día siguiente. Así que pedí un cuarto tranquilo y el encargado me ofreció la llave de la habitación 104, con vistas a un patio interior donde sobresalía una fuente octogonal. Sin molestarme en deshacer la maleta, corrí las cortinas, me tumbé vestido sobre la cama y como no tenía sueño, abrí el libro de relatos que traía conmigo mientras escuchaba el murmullo del agua al otro lado del ventanal.

Minicuentos y fulgores. Homenaje a Luis Mateo Díez y José María Merino  era el título del libro que me había prestado antes de salir de viaje uno de los sesenta y cinco autores incluidos en el volumen, al que conozco desde hace tiempo y que tiene la mala costumbre de escribir microrrelatos. No diré su nombre para no avergonzarle.

Anochecía. Y estaba a punto de leer el segundo minicuento del volumen — Habitación 103, de Pablo Andrés Escapa — cuando oí un portazo en el cuarto de al lado. Alguien se iba.

Qué casualidad, pensé. Aquella habitación también tenía que ser la número 103 del hotel. Y enseguida me quedé dormido, vencido por un profundo sopor y sin leer el minicuento de Escapa.

Por la mañana me despertó un extraño ruido de motores. Descorrí las cortinas y descubrí con asombro que la habitación no daba a un patio interior, sino a una avenida colapsada por el tráfico.

Salí del hotel confundido. No me atreví a preguntarle nada al encargado. Pero antes de arrancar el coche para estacionarlo en el aeropuerto, me di cuenta de que había olvidado el libro en la mesita. Le pedí la llave al conserje y abrí la puerta del cuarto donde había pasado la noche.

Allí no había ningún libro.

De vuelta al pasillo, la habitación 103, con la puerta entreabierta, era una invitación a entrar. Así que entré.

Sobre la mesita encontré el libro con el relato que ahora estoy a punto de leer.

Y cuando descorrí las cortinas, un fulgor invadió la habitación y el rumor relajante del agua en la fuente octogonal se desparramó por todo el cuarto.

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