Diario de León

Antonio Manilla

Pasto para turistas

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León es una ciudad bimilenaria con un centro que parece que acaba de inaugurarse… porque acaba de inaugurarse. Hay quien aprecia estos gestos como de nuevo rico, sobre todo viniendo de fuera, pero también espíritus que, conocedores de la historia, les parece que haber borrado ese toque supremo que nada más es capaz de otorgar el tiempo supone una pérdida irreparable. Privados de su fisonomía, se convierten en espacios intercambiables, que están aquí pero podrían muy bien pertenecer a Palencia o Milwaukee, suponiendo que en Milwaukee o Palencia compartan con nosotros la desgracia de tener gobernantes con tan poco respeto por lo antiguo y tanto mal gusto para lo moderno, que no es cualidad sino derroche.

No se trata de un berrinche esteticista ni nostálgico. Cualquiera con los suficientes años para recordar y comparar aquel León que nos han quitado con el que se nos está dando, global y hortera, puede ejercitar su memoria. Y, si no, ahí están los archivos y las hemerotecas repletos de fotos. Nadie va a encontrar en ellos puentes rurales norteamericanos con banderitas, un paseo de los cubos cual sembrado de farolas que invaden toda perspectiva de la catedral, leones rampantes pintados en el asfalto para reducir la velocidad ni otras bambollas de ese tenor. Preguntará el lector: ¿Nada se ha realizado, si no mejor, al menos bien? Sí, desde luego, alguna cosa hay que rima con el carácter de la ciudad, pero sobre todo lo que no se ha hecho. Lo que nada más se ha restaurado con respeto también ha continuado, a su ritmo, con su propio crecimiento y evolución, sin prisa pero sin pausa, sin acelerones municipales, su proceso de envejecimiento sin retoques ni añadidos mal concebidos y peor ejecutados. Al amor del tiempo que acaso en las antiguas ciudades corre un poco más lento. A su paso de río ancho y cansado, sin dragar los fondos ni hacer de las orillas paseos para perros.

Uno conoce ciudades que parecen el almacén de un anticuario, otras que han tratado de conjugar sus objetos de museo con la tienda de recuerdos y, finalmente, las que han hecho del «souvenir» su razón de ser actual, consagrándose al turismo como arma cargada de futuro. El tiempo dirá si esa «damnatio memoriae» de sí mismas, esa condena de la memoria que aspira a convertirlas únicamente en pasto para turistas, a la larga, resulta rentable. Uno sospecha que no.

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