Diario de León

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Mañana es Santa Lucía. Parece que las fechas también nos permiten remontar a los orígenes. La memoria del tiempo, de los tiempos mejor, se hace poderosa al intentar reconstruir escenas de entonces, humildes seguramente por cotidianas, en aquel mes especialmente festivo que empezaba por Santa Bárbara y acababa en las peladillas navideñas, pasando por la matanza del gocho, cuya vejiga nos disputábamos para convertirla en balón. Era el mes también de fríos ancestrales y nieves familiares, en calles encharcadas de barros, de aguas y de luces mortecinas. Aquellos tiempos eran lo que eran y no necesitan más vueltas, aunque, como escribió Román Andrés, «no es verdad que la vida dé muchas vueltas. Solo da una».

Eran tiempos por ello de lucha contra el frío, uno de los enemigos invisibles. Lana sometida a las formas de jerséis, bufandas, mitones, pasamontañas… de factura casera, gracias a la paciencia amorosa y la tradición asumida de madres y abuelas. Estas sobre todo precavían con insistencia de fríos y catarros con las lanas oscuras que habían comprado seguramente en Casa Leo, la tiendecita con trapas de madera, al lado del puente, frente a la iglesia, también lugar de encuentro para chácharas, información y, cuando era el caso, resguardo a la solana escasa del invierno.

Eran tiempos, por tanto, de pasamontañas, calados sobre las cabezas de los niños para amortiguar los rigores, aunque se despojasen de la prenda cuando el correr del ir y venir producía sofoco, como la educación exigida entonces al entrar en lugares cerrados. Una ventana horizontal, estrecha, para que los ojos no perdiesen campo de visión, que la curiosidad de la niñez todo lo mira y retrata en la cámara oscura que va decantando pasajes de la vida. A veces el vaho de la respiración formaba, en el contraste exterior, pequeñas líneas blancas que parecían haber helado el aliento.

Se conocían, nos conocíamos por las ropas repetidas, por las estaturas, los volúmenes, los andares y la voz… Por los ojos, al descubierto, que es una de las formas más hermosas del reconocimiento que descubre formas de ser, pensar y vivir que hacían más habitable nuestra infancia, solidaria y amiga, soplase el viento por donde fuere. Cuando ahora, pasados tantos años, el fieltro cubre canas y calvicies, la memoria me lleva a aquellos pasamontañas y rememora, detrás de las miradas inocentes, un mundo lleno de afectos y de vida. Para celebrar.

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