Diario de León
Perro negro. DAVID CAMPOS, 2020

Perro negro. DAVID CAMPOS, 2020

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La perra venía renqueando por el camino que llega desde La Milla, así que alguien decidió llamarla así, como el pueblo rodeado de chopos que hay bajando el río Órbigo desde Carrizo.

Está muy extendida la idea de que La Milla lleva ese nombre porque hay una milla de distancia desde el pueblo vecino, o porque allí había un miliario romano. Quizás su verdadero nombre, llamiella, esa pequeña llama (lama en castellano) o terreno verde y llano junto al río, sea un nombre tan modesto y tan doméstico que ha quedado con el tiempo escondido en un rincón de la memoria. Aunque, quién sabe, lo cierto es que río arriba, un pueblo mucho más conocido, Llamas, aún lo conserva.

Como iba diciendo, alguien decidió llamar así a esa perra que venía como un esqueleto andante por aquel camino. Estaba recién parida, pero nadie supo nunca de sus cachorros. Traía tanto miedo que ni siquiera en estos años que la conocemos ha sido capaz de acercarse a nosotros si no es con distancia y la mirada escondida. Desde la cama, la hemos oído aullar muchas noches, muerta de miedo, tratando de intimidar a los perros del ganado que deambulan por el campo.

Milla a veces viene a vernos, pero ella vive por el campo y por el monte. Por esos montes, andaba también mi abuelo, al que no llegué a conocer de milagro, cuidando las ovejas. A la que sí conocí fue a la Chula, la última de las perras de carea que lo acompañó tantas veces. Hay una foto, con aquellos colores tan característicos de los años setenta, donde posamos mi madre, agachada conmigo entre los brazos, y la Chula sentada, los tres casi de la misma altura. Prácticamente ciega y con las orejas gachas, la perra parece recordar tiempos mejores.

—A tu abuelo le gustaba andar por la Cepeda, por los montes de Riofrío y de Ferreras. —me cuenta a menudo mi madre. —A veces llegaba a la Ribera del Órbigo cargado con patatas desde Morriondo, o desde Sueros, vete tú a saber.

Yo me imagino a la Chula, mucho más joven, corriendo por aquellos montes tras mi abuelo. Quizás siguiendo el rastro perdido de un conejo, o disfrutando de aquellas vistas, inmensas, que se abrían ante ella al bajar del monte a la ribera.

Recuerdo, hace muchos años, la primera vez que vi a alguien paseando por Carrizo a un perro con correa. Y fue algo que me llamó mucho la atención. Lo había visto en las ciudades, pero no era lo mismo. Aquél era el territorio de perros como la Chula, perros de pastor, perros que ladraban a los extraños de la casa, ratoneros y cazadores.

Dicen que hoy casi todos los perros son seres afortunados, animales con correa. Y yo pienso mucho en Milla, que anda libre y sola por el monte. Una perra que, cuando baja, nos mira así, de forma tan huidiza que ni siquiera es capaz de acercarse para recibir una caricia de consuelo a tanta libertad y tanto miedo.

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