Diario de León
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Esta frase, con la que los gladiadores saludaban al César, viene al pelo para definir las expectativas que tenía Juan Lobato al frente del PSOE madrileño. Pedro Sánchez, que no soporta discrepancias internas, llevaba tiempo preparando su relevo por Óscar López. Porque ya tiene bastante con aguantar «impertinencias» de Emiliano Garcia Page, el presidente castellano-manchego a quien ampara y protege su mayoría absoluta. Pero Lobato, sin poder, lo tenía todo perdido. Además, el sector ‘sanchista’ en el PSM llevaba jugando a hacer oposición a su secretario general desde hace tiempo. Con todos estos datos en la mano, es lógico que, si una responsable del departamento de su posible sucesor le sugiere que lea un texto en la asamblea, le entren las dudas y acuda a un notario para dejar acta.

Una cosa es perder el cargo y otra acabar imputado. Con todos los boletos en su contra, intentó sin éxito, no obstante, antes de morir políticamente, plantar cara al César y acudir al Congreso de Sevilla como lo que es: la cabeza del PSOE en Madrid.

Cómo debe estar riéndose Isabel Diaz Ayuso, que ha conseguido, sin mover un dedo, que el caso del presunto fraude fiscal de su novio se convierta en el «caso fiscal general» y en el «caso Lobato».

En cuanto a su sucesor, Óscar López, representa en esta historia (que se asemeja más a las vendettas de las cortes italianas de los Medici o los Montefeltro, en el Renacimiento, que a la política del siglo XXI) al redimido. López y Sánchez fueron amigos desde su estancia en el Parlamento Europeo como asesores, allá por los años noventa. Pupilos del gallego José Blanco, cada uno siguió medrando en el partido hasta que el segundo llega a la secretaria general y vuelven a unirse. Luego, Sánchez es defenestrado y López comete el «inmenso error» de apoyar la candidatura de Patxi López. Finalmente, acaba dirigiendo Paradores de Turismo mientras su amigo llega a la Moncloa. Le costó mucho hacerse perdonar y volver a ser llamado a más importantes cometidos. Sánchez sabe que ahora, después de su expiación, es incondicional. Por eso Lobato no tuvo nada que hacer salvo morir con dignidad y la cabeza alta.

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