Diario de León

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Hay mucho pimentón en la cocina leonesa. Demasiado. Quizás sea por la altitud de la meseta o por esa obsesión hacia los reyes medievales y las piedras viejas.

Me bajo del coche después de un largo viaje desde la orilla del Mediterráneo y siento el frescor vigorizante de la noche. Y pienso en el rojo pimentón de la Vera y en poetas tristes. Atrás queda la luz cegadora y el roce violento del esparto sobre paredes blancas. Atrás las blandas noches de calor espeso.

Desde la costa de Málaga, en un día claro, puede verse el perfil del Rif medio disolviéndose en la distancia. Hace mucho tiempo los navegantes fenicios abrían sus brazos para acariciar las peñas de dos continentes y cantaban en sus barcos canciones semíticas. Hace pocos años algún pseudohistoriador leonés proponía, sin despeinarse, elevar a Alfonso VII a los altares por haber protegido a toda Europa de las oleadas musulmanas provenientes del norte de África. Casi nada.

En las altas sierras béticas hay ventorros donde mesoneros con barbas emirales te cuentan las historias que les dejaron los antiguos púnicos.

— Los andaluces adobamos con vinagres olorosos y nos sentamos en la costa formando una larga línea recta que mira al mar. Y a veces declamamos a Kavafis a gritos desde las peñas. Ustedes se sientan en círculos y rezan en silencio oraciones al dios del roble y el jabalí.

Y a Bastet.

No le diré yo que no. Pero sus gatos no son tan domésticos. Son más grandes y montaraces, y siempre será más fácil momificar a los gatos pequeños. A ustedes Egipto les queda más lejos y la diosa del sol y de los gatos les mira más de soslayo.

Cuando uno asciende las vertiginosas carreteras, tiene la sensación de que en el agresivo duelo vence a la montaña el mar que queda a las espaldas y que allí, al otro lado, se repiten los mismos pueblos colgados de las peñas, que las ermitas se transforman en morabitos con religioso travestismo y que un musulmán podría repetir la historia de Kavafis y los gatos. Y que aquí, aunque también hay pimentón, este se disuelve con cal para hacer un rosa con el que se sazonan suaves atardeceres sobre el horizonte.

Desde estas terrazas abismales se ven en el cielo del Estrecho bandadas de pájaros que cruzan en larguísimas migraciones. Me hace ver el mesonero las caprichosas formas que estos grupos de aves adoptan, unas veces en línea y otras en círculos.

¿Sirve para algo esa geometría o es azarosa?

Quién sabe — me responde mientras me alcanza un plato de lomo adobado y una copa de vino.

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