Diario de León

Leopoldo Riega Díez

cartas al director

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Mi medio siglo de lucha contra la obesidad

Recuerdo de mi primera niñez, en la década de los cuarenta, mostrar mi habilidad para girar con el solo apoyo de mi pancita en el suelo de la cocina familiar dándome velocidad con la punta de un pie. Hubo tres etapas vitales que me mantuvieron en línea aceptable sin esfuerzo. A pesar de esa premonición, la obesidad no fue ninguna preocupación para mí en mis primeros treinta años

—Hasta los doce años, el ambiente del pueblo agricultor y ganadero, Portilla de la Reina, situado entre peñas en el encuentro de cinco valles que confluyen rindiendo sus aguas al río Bayones, el Esla de D. Antonio Valbuena hoy nombrado Yuso en los mapas oficiales, en las cercanías del Macizo Central de los Picos de Europa.

La vida de los chicos o chavales (niños sólo se les decía a los que aún no iban a la escuela) era movidita: las calles, los ríos, las laderas de las peñas eran nuestro patio de recreo de la mañana a la noche en la escuela de la vida recién estrenada.

En la tardía primavera de mayo o junio nos tocaba a los chavales ir a rozar gamones para los cerdos. Al salir de la escuela a las cinco de la tarde, comiendo la merienda, con el saco de capucha y empujando a veces una vulgar carretilla con rueda de madera por si llenábamos mucho el saco y pesaba demasiado para los dos kilómetros de vuelta. Esta faena está descrita en un breve poema del P. Olegario Domínguez, portillano con alma de poeta y místico, y vida de teólogo y misionero que murió el año pasado en Paraguay en el mismo olor de santidad en que había vivido sus cien años.

Otro de nuestros trabajos de chavales de diez años era empezar a ir con una persona mayor a guardar las veceras de corderos, cabras, ovejas… El día de San Pedro era el primer día de salir con los jatos (terneros que iban a comenzar a pastar)hasta la campera del Molín del Medio; ese día íbamos de todas las casas, porque hasta entonces los terneros habían salido apenas de la cuadra, iban retozando y disfrutando su recién estrenada libertad.

En este tipo de vida no era posible la obesidad para un niño sano.

—De los doce a los veintidós años (1952-1963). Fueron mis años de estudios eclesiásticos con los Misioneros Oblatos en Laguna de Duero, Las Arenas de Getxo, Hernani y pozuelo de Alarcón. La vida reglada y reglamentada mantuvo mi cuerpo en equilibrio sin poder ni temer ni pensar en obesidad.

—De los veintitrés a los treinta (1963 a 1970). Volví a Portilla a la casa paterna ya sólo habitada por mi hermano Jaime que seguía con su oficio de ganadero y agricultor y nuestra tía Dorotea, que había hecho de madre desde 1945 en que murió nuestra madre. Dos años de depresión profunda, mitigada por los trabajos ayudando a mi hermano, sobre todo cuidando las veceras de los ganados: Cuando yo subía a los altos mientras los ganados pastaban, observaba que el tiempo que permanecía en los altos o picos era un paréntesis en mi depresión. Por supuesto esos trabajos hacían leves y tolerables mis kilos a pesar de mi buen apetito a las horas de comer.

En los siguientes años en que por fin pude hacer la carrera de Magisterio en León con la oposición subsiguiente, volvía a Portilla en las vacaciones y el equilibrio corporal lo mantenía con actividades en casa o en el campo. En mis primeros años de maestro en Mansilla del Páramo a mediodía comía de bocadillo en la escuela y tuve algún problema digestivo. Desde entonces comencé a tener más cuidado con las comidas y, de rebote, mantener el equilibrio de mi peso.

Ya cincuentón en la década de los noventa, después de leer el libro de La Antidieta que invita a no mezclar los hidratos con las proteínas en las comidas y tomar la fruta fuera o antes de las comidas practiqué su sistema y adelgacé ocho kilos en un par de meses.

A partir de entonces procuré tomar plato único en cada comida, precedido si acaso por una ensalada de verduras, y la fruta sólo como único desayuno o media hora antes de las comidas.

Cuando a pesar de mis cuidados volví a acercarme a los cien kilos, después de unos análisis me dijo el médico: «Ya estás siendo diabético pero por el momento no necesitas medicación, bastará con que tengas cuidado de tomar 50 gramos de pan como máximo en cada comida». Añadí ese cuidado a las precauciones habituales alimentarias. Varios meses después, después de haber adelgazado más de diez kilos hasta los ochenta y cinco que ha sido mi peso mínimo habitual durante varias décadas volví a hacer análisis. Al enseñárselos al mismo doctor, me dijo: «¿Quién fue el médico que te dijo que eras diabético?».

Por fin, hace unos pocos años leí El Código de la Obesidad del Dr. Jason Fung en que cifra el método para bajar de peso ¡el ayuno!: aumentar la distancia entre comidas o incluso suprimir alguna cada día para dar tiempo al organismo a alimentarse de los remanentes. Para un efecto mayor, hacer un día o dos de ayuno a la semana (siempre bajo control médico). Yo lo hice de un día durante varias semanas adelgazando tres kilos. No continué con ese día de ayuno semanal porque era ligero mi sobrepeso, sólo con la mayor distancia entre comidas que me sirve de mantenimiento.

Leí también El Código de la Diabetes 2 , del mismo Dr. Fung en que defiende que la diabetes 2 depende del exceso de peso. Me sorprendió la coincidencia con mi experiencia de años atrás con mi médico de cabecera, ya expuesta.

Por todo esto, considero que mi esfuerzo de estos últimos cincuenta años por controlar mi tendencia de la obesidad está resultando fundamentalmente positivo a mis ochenta y tres años.

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