Diario de León

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Nos habíamos creído que la muerte era una leyenda, que nuestra suerte no dependía de los dioses, que como héroes podíamos vencer el destino y las profecías, esas que siempre son las mismas: un día, de repente, no volverás a estar y, poco a poco, llegará un momento en el que parecerá que nunca estuviste. La realidad nos ha demostrado que las certezas -todas- van más allá de las probabilidades, que a pesar de que pensamos que el consumo, que el trabajo, que la capacidad de pensar en el futuro estaba en nuestras manos, somos animales de barro y el barro siempre lucha por rescatar su estado.

Nos creímos que nuestros créditos, ya saben, esa palabra con la que nos definimos más que por nuestro verdadero nombre, era capaz de aislarnos de los demás. Creímos que nos podíamos enorgullecer por algo más que por el conjunto de células y neuronas que se juegan cada día nuestro destino a los dados. Y, sin embargo, ahora sabemos que «dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos». Cada uno tendrá que hacer una visita a su interior, ese que olvidamos al abandonar la infancia, ese que nos tapian las pantallas de mediocridad en las que nos reflejamos desde que dejamos el siglo XX. Hace falta llegar a esa edad en la que ya sabes que todo va en serio para mirar hacia adelante y darte cuenta de que todo a lo que aspiras se quedó en algún lugar del pasado, que nunca más serás joven ("la verdad desagradable asoma"), que, como decía González, muerto soy y ya nadie me levanta.

Esta pandemia que comienza a remitir no se ha ido, a pesar de que volvemos a ponernos las caretas de la soberbia, a pesar de que aún no seamos capaces de ver que nosotros, también, ¿cómo no? hemos sido víctimas de la ceguera que nos impide mirar a los demás.

Acaba de llegar el verano, ese que tampoco tendremos, como no hemos vivido la primavera, otra más, y puede que en otoño, el virus despierte a sus ratas y las mande a morir de nuevo entre nosotros. Recuerda: solo eres hoy.

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