Diario de León

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Leo en el periódico que Carpanta cumple 75 años. Fue uno de los personajes de mi infancia, aunque su mundo de hambres no era el de mi entorno. Fui un niño de clase media, mi paga semanal se me iba en el tebeo y los extras los sacaba mediante recados. Si fuera de este trueque pedía más mi madre me espetaba: «¿Crees que tu padre es Curro Jiménez?». El cine y las palomitas iban por cuenta de la casa. En los tebeos de Bruguera, las frustraciones de la sociedad adulta aparecían blanqueadas para el disfrute de los críos, por ello hoy nos arrojan tanta información acerca de la época, aunque ya algunos personajes empezaban a parecerme antiguos, como Carpanta o las hermanas Gilda. Ahora, creo que no lo eran, pero mi conocimiento de la realidad era entonces otro y parcial. Fueron un entretenimiento genial, pero nuestra sensibilidad humorística fue evolucionando con la democracia, no solo por hacernos mayores. Hoy, en efecto, es arqueología de lo cómico. Joyas de lo antiguo. Tampoco ahora podemos escuchar sin rubor ciertas letras de las canciones de los entrañables payasos Aragón. Y sí, nuestra risa ha cambiado, aunque aún hay quienes dicen «yo por mis cintas de Arévalo mato», y han encontrado su territorio —faltoso— en las redes. Por fortuna, la mayoría de nuestra generación dejó de reír con chistes racistas, machistas y homófobos. No más reinas de los mares, ni paletos, ni gangosos, ni tartajas, ni negros en un ascensor… Pero Bruguera era otro territorio, luminoso y puro también en la oscuridad.

El otro día, me reuní con dos viejos y queridos amigos de mi juventud, que vinieron a verme desde Madrid. Hubo algunos gags picarones, pero ya más relacionados con la urología que con el sexto mandamiento. Reír con viejos amigos, ¿hay mayor regalo nuevo?

Recuerdo que en 1986 o 1987, aún en la redacción de Lucas de Tuy, publicamos un reportaje de la estrambótica y siniestra tradición de lanzar una cabra viva desde lo alto de un campanario, en la zamorana Manganeses de la Polvorosa. Cuando se lo conté entonces a mis amigos de Madrid no daban crédito, pero nos desternillamos. Hoy ¿a quién haría gracia algo así? Mucho mejor ahora, con nuestras risas actuales y algunos ecos tristes. O, al menos, más digno.

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