Diario de León
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La veleta | Teodoro León Gross

El avión ha perdido todo su viejo glamour. Ya no se trata de las compañías «low cost», donde no hay azafatas con -˜charme-™ sino becarias airadas, donde no se come en bandejas con mantel de hilo sino en tarteras de -˜tupper-ware-™, donde no huele a Chanel nº5 sino al bechamel del cinco de las croquetas caseras La aviación está en decadencia, entre esas gincanas humillantes de mostrador en mostrador como si se tratara de un concurso de la televisión italiana, el estrés del «overbooking», los «stripteases» humillantes antes de pasar por los detectores quizá con un calcetín agujereado como Paul Wolfowitz en la mezquita de Edirne, el neceser a la basura, quizá un cacheo tras el biombo, los seguratas estilo Harry el Sucio que te piden que levantes las manos como si aquello fuese Ok Corral, ahora los desnudos integrales ante la pantalla de rayos X: -Puede pasar, pero con esas piedras en la vesícula va camino de una pancreatitis.

El avión, gran icono de la aldea planetaria, símbolo sentimental del siglo XX que permitía desayunar en el Crillon de París y cenar en el Adour Alain Ducasse de Nueva York, se ha convertido en un insectario. Orson Welles decía que volar sólo produce dos sentimientos: aburrimiento o terror; pero ahora se imponen la incertidumbre y el hastío. En otro tiempo la aristocracia del glamour era clase jet; hoy los aeropuertos son ferias de ganado. No hay medida humana en esas arquitecturas del anonimato, los -˜no lugares-™ de Marc Augé. Se aplica un programa brutal de seguridad, paradójicamente inexistente en trenes o suburbanos, pero toda esa malla tecnológica al final no impide que Farouk Abdulmutallab vuele de Amsterdam a Detroit con ochenta gramos de pentrita en una jeringuilla porque estaba fichado pero no existe el fichero. Es ridículo. Ahora los caminos invisibles del aire están vacíos. Detrás de esa metáfora hay una catástrofe para un mundo nómada sobrevolado cada año por dos mil quinientos millones de viajeros. Sí, se trata de un volcán y unos cálculos matemáticos inquietantes, pero sobre todo unos burócratas paralizados. Esto es ya otro fracaso estelar de la UE. Nadie espera que una Unión de veintisiete naciones se mueva con la agilidad de los tigres asiáticos o con la agresividad de los osos americanos, pero tampoco como un molusco sólo agitado por el vaivén de la ola, en este caso la ola de descontento después de siete días de vuelos cancelados. Ya no se trataba de volar sino de gobernar, ofrecer algún plan B de transporte, alternativas eficaces, operativos de urgencia, inspirar confianza. Durante días han dejado pudrirse la situación con sus informes de Bruselas en tres idiomas. Cuando la nube se despeje, quizá entenderán que lo nublado era su cerebro

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