Diario de León
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Panorama | antonio papell

El G-8, formado por las grandes potencias mundiales, y el G-20, la agrupación más expresiva de la comunidad internacional que agrupa al 80% del PIB mundial, han fracasado en su intento de proporcionar unas pautas globales para una salida ordenada de la crisis económica. Si el papel de esta institución que asume la gobernanza mundial fue clave en el 2008 para combatir la primera crisis de la globalización, ahora no parece posible armonizar las estrategias para minimizar daños y sacrificios de las sociedades golpeadas por la recesión

La cumbre de Toronto ha sido escenario de un evidente debate ideológico que, por supuesto, sus propios protagonistas han querido ocultar para no dar la sensación de enfrentamiento entre posturas no sólo distintas sino prácticamente irreconciliables. En efecto, el progresista Obama apuesta por perseverar en las políticas expansivas, de gasto público, y de aplazar por tanto la reducción del déficit para conseguir un crecimiento más rápido de la economía que reduzca el desempleo. Tal posición, evidentemente keynesiana y defendida actualmente en el terreno teórico por el nobel Krugman, está siendo combatida en Estados Unidos por los republicanos (la pasada semana, consiguieron bloquear en el Senado unas medidas que incluían prolongación del subsidio de desempleo y ayudas a pobres y ancianos), que se rigen por las teorías del también nobel Hayek.

Las dos visiones de la economía -”políticas de oferta y políticas de demanda-” pugnan en el interior de la potencia americana. Y esta misma dialéctica es la que se ha desarrollado entre Obama y la UE. Europa, en efecto, azuzada por la conservadora Alemania, ha optado por eliminar ya los estímulos fiscales y precipitar el ajuste, de forma que en el 2013 todos los países del Eurogrupo hayan regresado a los límites del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, es decir, a un déficit inferior al 3%. Ello ha obligado a severos ajustes en la mayoría de los países, e incluso Alemania ha dispuesto un innecesario ajuste de 80.000 millones de euros que no le era estrictamente necesario para cumplir dichos objetivos y que tendrá un efecto claramente depresivo sobre la UE (Alemania pasa de locomotora a rémora). Los países emergentes, menos afectados por la crisis, que ya han dejado atrás, tampoco aceptan limitar su expansión. Por lo que el G-20 se ha limitado a recomendar ajustes fiscales «hechos a la medida de cada país», y ha deslizado la conveniencia de que se reduzcan los déficit actuales a la mitad en el 2013. En lo tocante a la reforma del sistema financiero, que debía basarse en nuevas exigencias de capitalización a las grandes entidades -”en el fondo, semejantes a las que mantiene España con su Fondo de Garantía de Depósitos controlado por el Banco de España-”, las medidas han sido aplazadas: se aplicarán «de forma escalonada reflejando diferentes puntos de partida nacionales» ( ) « para que sean «consistentes con una recuperación sostenible». Y, por supuesto, no ha prosperado el impuesto sobre las transacciones financieras propuesto por Europa. Resumidamente, el G-20 es una herramienta útil para plantar cara a la adversidad pero incapaz de marcar vías a medida que avanza la bonanza. Ni siquiera consigue adoptar estrategias para impedir recaídas, que bien pudieran producirse según los expertos. Debe ser ley de vida que la prudencia sólo aparece al mismo tiempo que la amenaza.

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