Diario de León

LA 5ª ESQUINA

El laurel para las lentejas

Publicado por
JESÚS ÁLVAREZ COUREL
León

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A Ramón Carnicer no le dieron muchos premios. Tampoco creo que le importara en exceso. Su compromiso con el tiempo que le tocó vivir le alejaba de las cazuelas donde se cuecen los laureles de las vanidades. En su austera habitación de trabajo, una buena mesa, un diccionario cerca y varias obras clásicas de la literatura e spañola. A un escritor como Carnicer no le hacen los premios, eso queda para los que trabajan con deudas. En la introducción de su libro «Sobre el lenguaje de hoy» nos habla de los premios con su particular ironía: «asistimos a la milagrera aparición de unas docenas de premios producto de ocios dominicales y aparente demostración de que escribir un libro está al alcance de cualquiera, por eso hay una literatura epidémica en sus temas y rasa y monocorde en su expresión».

En estos días donde confluyen la pasión y los libros, acercarse a sus textos es un sano ejercicio para avivar la conciencia, a la vez que un viaje cargado de amenidad por nuestras esquinas. Ajeno a modas, a productos de éxito editorial o hacer la pelota en alguna capital de provincias, su filosofía parte de una reflexión sobre la singularidad del hombre, en una época deconstruida por la intransigencia y el desarraigo, pero plagada de laureles.

A Carnicer no le dieron el premio de las Letras de Castilla y León. Tampoco lo necesitaba para ser respetado y leído por muchos de nosotros. Sin embargo, es de agradecer las palabras que dedica el último de los premiados, Andrés Trapiello, que dice que seguirá leyendo a Carnicer, «porque su portentosa lengua, de una naturalidad cervantina como pocas, es la prueba de que un hombre puede crear universos propios de significación poética, a partir de casi nada, de unas pocas palabras heredadas y otras de su propia invención». Y es que cuando uno de esos jurados acierta con un premio, aparece el dinosaurio cuando uno se despierta-¦

Miguel de Unamuno, en la entrega de uno de los numerosos premios que recibió, dio las gracias por su concesión diciendo que era merecido. Cuando el que se lo había entregado le recriminó (en forma discreta) su actitud, quizá porque debía decir que era inmerecido -como hacían la inmensa mayoría-, el escritor le contestó que en el caso de los demás era cierto que no lo merecían. En el final de su libro sobre Nueva York, Ramón Carnicer contempla el estuario del Tajo en Lisboa, mientras recuerda a aquellos hombres que embarcaban rumbo a lo desconocido, «cargados de pobreza y ambición, de fe y sed de aventura, de un incontenible afán de huida», no sea que les fueran a dar un premio... Había que hacer algo.

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