Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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Hace cuarenta años, en una casa del barrio del Campo de los Judíos de Ponferrada, un amigo puso en mis manos un libro de Fernando Pessoa. Yo no conocía al escritor y quedé maravillado de aquel decir diferente. De la finura de sus poemas, de su misterio. Porque la gran poesía produce el encanto del no saber sabiendo. La magia de las palabras que se juntan de un modo enraizado y, a la vez, nuevo. Por eso quienes defienden una poesía «fácil» defienden la nada con unas gotas de dulzura.

Ponferrada de Pessoa: yo vivía para aquel libro. Lo leía, trataba de hacerlo mío. Llegué a pensar que sentía su mismo desarraigo. Porque yo también me veía perdido en aquella ciudad tan fea, donde no había ninguna vida cultural salvo la del heroico grupo de teatro Conde Gatón. Tiempo después supe que Pessoa es el mayor escritor ibérico del siglo XX. El más inteligente, moderno y revelador. Todo ello bajo la inevitable melancolía que siempre ha de alcanzar a quien es poeta, está solo y vive en Lisboa.

En 1974 hice mi primer viaje a esa ciudad que, como a tantos, me fascinó para siempre. Y tuve la loca suerte de conocer a un camarero en la Brasileira del Chiado que había servido a Fernando Pessoa. Sé que suena a broma, pero es rigurosamente cierto. Desde luego, las cifras casaban. Aquel hombre tendría unos sesenta y cinco años entonces, y aún pudo ponerle un café a Pessoa con 23 o 24.

El miércoles pasado salí a tomar otro café en Valencia. Luego fui al casi vecino colegio Mayor Doctor Peset, un viejo edificio restaurado por la Universidad. Allí hay una exposición sobre Pessoa. La sala estaba vacía, y en el centro había un expositor de cristal que contenía algunos objetos del gran escritor lisboeta.

Vi unos viejos cuadernos de Pessoa, fotos de su colección personal y, con gran sorpresa, dos pares de gafas. Las mismas gafas que todos hemos visto tantas veces en las imágenes del poeta. Una de ellas, con su estuche negro.

Pessoa había mirado el mundo a través de esas lentes que yo estaba mirando: me quedé perplejo. Y el hecho de que no hubiera nadie me produjo una sensación de cercanía y prodigio que me subyugó por completo. Eran las gafas que usó aquel hombre cuyas palabras descubrí en Ponferrada en 1971. Y todo se volvió Pessoa: tiempo, enigma y poemas. Y de ahí pasé a imaginar una Ponferrada mucho más sutil, más volcada hacia la literatura, hacia la reflexión y lo perdurable. Hacia la hondura que solo el arte confiere.

Un puente de cuarenta años se hizo en mí. Y los años no importaban. Importaba Pessoa, su camino, y el sueño de una ciudad mucho mejor. Ojalá a partir de hoy, con lo que los ciudadanos decidan y gane quien gane, Ponferrada esté más cerca de la luz.

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