Diario de León

TRIBUNA

Sustitución por derribo

Publicado por
Isidoro Álvarez Sacristán. Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
León

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En estos días ha habido una exposición de edificios antiguos de León que fueron derribados en la época del denominado desarrollo por mor de necesidades urbanística, a veces, y por apetencias personales, en otras. Veo, por ejemplo, aquellos urinarios de la plaza del Ayuntamiento (que se les llamaba vulgarmente la mezquita de Ben i mea ) para las micciones —y aguas mayores— de los viandantes que no entraban en los bares. O para los que salían de misa de san Marcelo cuyas puertas estaban situadas en la calle Legión VII y al lado contrario junto a la relojería Iris (digo yo, que tendría que ver la relojería con los rezos). Seguro que era un edificio de desagüe de los detritus sociales de la época; vamos que si existía corrupción había un lugar para el entierro. Cierto es que en aquellos años no existía la democracia en el sentido estricto, y también lo es que para el lavado de la corrupción actual se necesita, además de unos urinarios al estilo de los antiguos, un inmenso lavadero para la limpieza de tergiversada democracia actual como tarea colectiva, que al decir del erudito del Derecho Político, recientemente fallecido, Ronald Dworkin: «las decisiones de una mayoría son democráticas sólo si se cumplen ciertas otras condiciones que protegen la condición y los intereses de cada ciudadano». Lo que quedó debajo de aquellos urinarios fue tapado con los adoquines de la nueva era y surge —como por regeneración brujeril— las nuevas corrupciones que acompañan los desayunos de cada mañana y nos cambian los churros por los sapos de la corruptela.

Se ve en otra fotografía retrospectiva un edificio muy antiguo y deteriorado en la esquina de Ramón y Cajal con la calle La Torre: era la antiquísima Audiencia Provincial. Los alumnos del Instituto masculino Padre Isla, en horas de recreo o en jornadas de ausencia de clases solían acudir a ver y escuchar los juicios que, sin saber nada de derecho gustaban del chismorreo o de algunas locuciones incompresibles para los adolescentes que ni siquiera sabían de la vocación de juristas. No sabían ni siquiera lo que era justicia, si acaso la injusticia de una nota menor de cinco. La Audiencia, una vez derribada, pasó después al lugar actual de la calle del Cid.

Pero lo que no se sabía entonces, ni se sabe ahora, es que las decisiones judiciales no están signadas por la independencia de los jueces. Porque entonces era impensable que los jueces hicieran una huelga, puesto que se decía que la huelga era un delito de «lesa patria». Ahora, es un derecho, pero se duda de que pueda ser ejercido por los jueces, puesto que la huelga es un arma del sindicalismo, y dado que los jueces no pueden sindicarse, malamente pueden ejercer un derecho que no les pertenece; además se sabe que los jueces dictan las resoluciones en nombre del Rey y es imposible que el jefe del Estado delegue tal acción. De nada sirve construir bellos y funcionales edificios para albergar los órganos judiciales si no se goza de imparcialidad e independencia judicial, sometiéndose la justicia a los vaivenes de la política. Creemos que no se debe de volver a aquella época en que Pérez Galdós, comentaba ( El Audaz , Tomo IV, 236): «Viendo de cerca la maquinaria mohosa y podrida de nuestra administración judicial y civil (…) la corrupción era general y crónica». Se salva, —menos mal— de la corrupción la justicia, pero lleva camino de ser manipulada por otros poderes.

La primera casa de los impares de Ordoño II, estaba en los bajos el bar Nacional, lugar de reunión y juego más concurrido del León de los años 50. En el primer piso estaba el bar y las instalaciones del Sindicato Universitario (SEU) que, sin universidad, existía una Facultad de Veterinaria de gran prestigio nacional, Escuela de Comercio, Capataces de Minas, un colegio de Derecho dependiente de la Universidad de Oviedo y un seminario de Graduados Sociales. La vida cultural se monopolizaba por este sindicato que editaba una Revista escrita — Arco — y que no era, como diría el periodista Escapa, una revista de la facultad de Veterinaria sino de todo el SEU en general. Con el atrevimiento de publicar poemas de los prohibidos César Vallejo, Neruda etc. O del censurado Alejandro Casona, que fue leída su obra en una revista oral; o de la representación —entonces— de Escuadra hacia la muerte de Alfonso Sastre. (La anécdota es que el Gobernador Civil prohibió la lectura de La Barca del (sic) pescador , de Casona, pero como la lectura era de La barca sin pescador , pues no se hizo caso y se leyó, sin mayores consecuencias). Se conectaban estas actividades con la tertulia La Ceranda que se celebraba los domingos por la tarde en la antigua Bodega Regia y dónde después de leer algunos poemas se unía a la denominada peña El Jarro para cantar y beber. Al derribarse aquella primera casa de Ordoño se rompieron las inquietudes para dar paso a otros quehaceres. A pesar de las trabas e impedimentos de la época, seguro que aquellos jóvenes aplaudirían las palabra de Arniches ( La Señorita de Trévelez, acto III): «La cultura modifica la sensibilidad, y cuando estos jóvenes sean inteligentes ya no podrán ser malos, ya no se atreverán a destrozar un corazón con un chiste, ni amargar una vida con una broma».

Se recuerda con nostalgia el edificio del Instituto Padre Isla, en la calle Ramón y Caja, que al decir de la crónica de Vicente Serrano y Mª Luisa Caballero, inició su vida académica en el curso 1917-1918 (aunque su creación data de 1846). Aquel magnífico edificio tenía unas escaleras de acceso señoriales, propias de los alumnos leoneses. La crónica de Serrano es completa y anecdótica (se editó en 1992) .No se sabe por qué extraña razón el claustro de profesores se dirige al Ministerio para que solucione «el incremento de puestos de estudio en esta ciudad». Con lo cual y sin conocer las causas de su derribo, a finales de septiembre de 1965 «se procede al desalojo del Instituto y su traslado al edificio nuevo». A cualquier persona que se pregunte —sea de la condición que sea— por la estructura del antiguo instituto contesta que quién fue la bestia que autorizó la piqueta del derribo. Seguramente en aras del desarrollismo progresista de aquellos años o por los intereses espurios del servicio de arquitectos del Ministerio de Educación. Se creían que el progreso era destruir lo anterior y poner en su lugar un edificio estereotipado, funcional y mecánico. Se creían con Ganivet que: «la idea corriente hoy por hoy sobre el progreso es, por desgracia, demasiado material» ( Cartas Finlandesas , 37). Y algunos siguen pensado que el progresismo es la ideología que debe implantarse con destrucción de lo perenne y tradicional. No se engañen, sin tradición no hay progreso, no se puede partir de cero. Hay momentos en que los derribos pueden sustituir con eficacia a la modernidad, pero la demolición por sistema puede dejar en ayunas o, lo que es peor, edificios sin alma a las vivencias de la historia.

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