Diario de León
Publicado por
césar gavela
León

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Yo tenía diecinueve años y mi novia, que era alta y rubia, tenía dieciséis. Yo vivía en una nube, en un cuento, en un reino de total felicidad y eso que Ponferrada era entonces una de las ciudades más feas de España, sin discusión alguna. Se medía, en esa fama triste, con Baracaldo, con Rentería, con el Avilés devorado por sus Altos Hornos, con zonas obreras de Hospitalet de Llobregat, con el barrio de Entrevías de Madrid, y así. Pues bien, para mí Ponferrada era Roma y París juntas, Londres y Nueva York superadas, Venecia y Florencia alcanzadas, Estocolmo y San Petersburgo convertidas en modestas emuladoras.

Ponferrada era todo porque estaba enamorado. Como bien saben los enamorados del mundo. Y en aquella ciudad, y en aquella primavera de 1973, los novios nuevos se dedicaban a recorrer la zona vieja, escenario mitificado hasta la más dulce exageración. Luego, cuando habíamos honrado el castillo y su ronda, la plaza de la Basílica y las estrechas calles que la circundan, salíamos de la ciudad.

Fueron muchos los lugares transitados, pero había uno que sería el primero y que siempre fue especial, y que siempre fue un prodigio. Máxime entonces, cuando estaba más solitario que ahora, más olvidado, perdido bellamente entre los árboles. Me refiero al castillo de cuento que la misteriosa y benemérita familia Valdés levantó en la orilla izquierda del río Boeza en el lugar que llaman San Blas, donde termina el cañón fluvial y comienza la llanura ponferradina.

Fuimos muchas veces a ese castillo de mentira y de total verdad. Deambulábamos bajo los árboles, siempre solos. Nunca vimos a nadie por allí, nunca comprendimos tanta belleza sin personas, sin dueños aparentes, sin caseros visibles. Aquello era el gran lugar del amor, y los amantes —que no eran amantes aún— se querían y reían, daban vueltas por entre los árboles, imaginaban que vivían allí. Recuerdo que una vez ella me dijo: «me gustaría tener un vestido largo y bailar sobre este césped». A mí me pareció muy bien y eso que ella y yo nunca bailamos ni íbamos a discotecas. Preferíamos perdernos en la naturaleza o en las viejas calles bercianas.

He sabido que el ayuntamiento de Ponferrada quiere poner en valor un lugar tan hermoso y novelesco. La idea es excelente y pienso ahora, recordando a nuestro más valioso paisano, a don Enrique Gil y Carrasco, que acaso podría ser él, por su romanticismo noble, inteligente y ético, quien pudiera rematar la idea, dedicándose al gran escritor berciano y universal esa propuesta. Máxime si se tiene en cuenta que el año que viene se cumplirán 200 del nacimiento del poeta, del narrador y del extraordinario periodista que fue Enrique Gil. En todo caso, es una alegría inesperada que ese lugar de encanto, piedra y verdor tenga un destino público. Yo aún pude conocerlo siendo edén, y para mí lo será siempre.

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