Diario de León
Publicado por
Manuel Garrido. escritor
León

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M ediaba octubre con un día en que las nubes altas filtraban una luz cernida minuciosa. A veces en alguna zona se tornaban de pronto oscuras y lo que entonces cernían era una suave llovizna. El aire todavía cálido estaba en calma, y así quedaban dadas todas las condiciones favorables a la proliferación de las setas. Pude verlas al lado de un camino de Truchillas en la Cabrera Alta sobre la hierba rala bajo una fila de pequeños abedules y era un rebañito alegre de amanitas muscarias con su mancha roja en la cabeza. Había una más grande, solitaria, y más que brotada de la tierra, parecía una brillante joya desprendida del aire encantado, una pura nota caída de un alto pentagrama. Su mayor tamaño permitía admirar la figura asombrosa de la columnita blanca sosteniendo la corona perfecta en leve convexidad, que brillaba como un esmalte color bermellón con carmín de granza. Es imposible sustraerse a la atracción misteriosa de ese escarlata subyugante y nos sentiríamos tentados a pulsarla, como si fuera uno de aquellos timbres de mesa con sonido de campana que había en los antedespachos o los locutorios de monasterios y conventos. ¿Qué pasaría, pues, si pulsáramos esa campanita roja en la apacible tarde cabreiresa, locutorio celeste?

La época de las setas coincide con el tiempo del retorno anual de Santa Teresa el 15 de octubre, pero ese timbrazo nos recordaría que este año además la presencia es continua, porque se celebra el 500 aniversario de su nacimiento en 1515. En Cabrera este recuerdo así potenciado cae sobre un terreno sugestivamente abonado. Ello es que en 1711 la Gobernación de Cabrera fue consagrada a Santa Teresa y encomendada a su patronazgo. La Gobernación era un señorío del marqués de Villafranca, que ponía un gobernador con sede en Quintanilla de Losada, además de jueces y escribanos en otros dos pueblos, Corporales y Sigüeya. En ese año 1711 era gobernador Sebastián Liébana Álvarez y precisamente el primer apellido sigue siendo común en Corporales. De esa fecha son dos imágenes notables de la santa, que se encuentran en las dos Quintanillas que hay en Cabrera, una en la Alta, Quintanilla de Yuso, y la otra en la Baja, Quintanilla de Losada, sede de la gobernación, como decía. Sebastián Liébana pretendía del obispo asturicense una orden para que los cabreireses oyeran misa ante su imagen en Quintanilla de Yuso el día de su fiesta. Ignoro por qué eligió este pueblo y no el otro, donde vivía, pero podrían sospecharse razones sentimentales, acaso familiares. El caso es que el obispo no accedió a la petición y dispuso que bastaba oírla ante una imagen de la santa. Por ese motivo hubo entonces más imágenes de Santa Teresa que las dos mencionadas, algunas tomadas después por la Virgen del Carmen.

Pero, ¿por qué precisamente ese año 1711? Entonces faltaban dos para el fin de la llamada Guerra de Sucesión, en la que Portugal, alineada con Inglaterra, pretendía en caso de victoria la anexión de Galicia, Gobernación cabreiresa incluida, se supone. ¿Buscaba Sebastián Liébana la protección teresiana para el pueblo del que seguramente era nativo y por supuesto para él mismo? Resulta que el mes de septiembre de ese año hubo dos muertos en Corporales, ambos a manos de portugueses, según consta en el registro de defunciones de la parroquia, del primero de los cuales incluso se dice la causa con término de apariencia no dudosa: «de un fucilaço». Hubo otro en diciembre, pero de este, muerto no en el pueblo, sino en la sierra, y al revés de los anteriores, ya se hace constar su condición de soldado, así como la de otros tres más, dos en julio del 12 y un tercero y último en noviembre del 13.

¿Y por qué Teresa? Lo ignoro, pero al menos que el asunto no quede sin respuesta por falta de imaginación. Imaginemos: D. Sebastián era cazador, piadoso católico y lector de poesía, tal vez él mismo algo poeta. Y leyó: «Cuando el dulce cazador/ me tiró y dejó herida… Hiriome con una flecha/ enherbolada de amor…». Ay, esa hierba que dulcemente envenena.

Octubre era también tiempo de las largas jornadas cinegéticas, la otra caza. Los cazadores salían en busca de los conejos y las perdices que proliferaban por los campos. Estos animales siempre buscaron la cercanía de los campesinos, en cuyas siembras también ellos se alimentaban. Apenas quedan ya en los campos ahora baldíos. Y alguna vez se presentaba el enemigo legendario y diabólico, el infame concitador de las iras unánimes, el taimado ladrón de los rebaños: el llobo inteligente, siempre acechante. Pero el pobre hombre (con perdón por la ofensa) también tenía sus descuidos, como le pasó en cierta ocasión en las cercanías de Forna, de la que fui regocijado testigo. Sorprendido por varios cazadores, lanzó su escapada saltando, otra vez mal comparado, como un corzo, y al grito del primero que lo vio, siguió una descarga de cinco o seis escopetas y el doble de disparos, que amontonó perdigones en dirección a su trasero fugitivo, convenientemente adobados con gritos, denuestos, improperios y maldiciones. Y al tiempo que amainaba el nivel sonoro del tumulto, uno de los cazadores pudo articular este hondo suspiro de alivio y fascinación: ¡Puta que lo parió!

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