Diario de León
León

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L eón siempre fue más tierra de repiques de campanas que de aullidos de sirenas que despejaban el tercer turno en fábricas humeantes; por eso se comprende que un tipo que ensayó la modestia y la caridad en los altares de la Cepeda pueda terminar por reventar la fibra óptica en el Vaticano; por eso se puede entender mejor que un tercio de los que recibían aquí el bautismo iban a tomar la comunión a escenarios lejanos, incluido Amancio Ortega, que vale para ilustrar portadas de Forbes igual que los asalariados de hoy en día se tienen que conformar con un resquicio en la primera del Oxfam. Por desgracia, la diáspora está llena de ejemplos de miseria y penuria, de gente que emprendió la huida mientras el tañido inundaba el ambiente y en cien kilómetros a la redonda no había ni un pitido para anunciar el relevo de tanda en la cadena de montaje. Por ese exceso de volteo, por ese déficit de silbidos de fin de jornada, se puede entender la carencia de defensas para atender esta gripe que permite a un político saltarse los controles para echar cemento en una pradera cuando le venga en gana. Se ha creado un sistema inmunológico endeble a base de genuflexiones, de besar anillos y generar súbditos que sobra con recurrir al nuevo testamento para frenar cualquier intento de lección moral. Buscar libres de pecado que tiren la primera piedra es suficiente para congelar las miradas incriminatorias que podían suceder a un abuso del derecho de pernada sobre el código civil. Y el penal, en el mismo paquete. Lo peor de estas dos fallas que se desplazan después del choque tectónico que aleja a las personas de los políticos es que, en esa deriva, salpican el paseo de dinamita para los límites esenciales de la decencia; antes líneas rojas, ahora un coladero para personajes apresurados en hacerse ricos antes de que se note. En la calle se extiende un hedor agitado por el foco de la corrupción, con la que la gente ha aprendido a convivir sumisa, entregada a la certeza de que no se puede más que resignarse a las dos varas de medir que se ha instaurado como forma de gestión: una para el poder y allegados; otra para los descartes. No hay solución porque no habrá revolución. Si no hay un conato de insurrección por el precio de un teléfono móvil que supera en un 20% el salario mínimo, ¿quién cree que se puede encontrar un ejército dispuesto a invadir los palacios de invierno por este sindiós de los políticos?

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