Diario de León
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flores del mal gonzalo ugidos
León

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E s el estilo paranoico de hacer política lo que hace que Donald Trump y Pablo Iglesias se parezcan más de lo que a ambos les gustaría. También se parecen en que excluyen, aunque se diferencian en a quién excluyen: uno, a los a los inmigrantes; otro, a los disidentes.

No están solos en ese síndrome, Silvio Berlusconi en Italia, Kaczynski en Polonia, Vladimír Meciar en Eslovaquia o Viktor Orbán en Hungría son sapos del mismo pozo. Dábamos por sentado que el populismo era un invento de la extrema derecha y de ahí deducíamos que populismo y xenofobia eran dos nombres de la misma cosa. Pero no, el populismo es la fobia a la complejidad, como no hay dios que pueda gobernar una sociedad heterogénea se hace homogénea a fuerza de pasteurizar a los malos y pastorear a los buenos. Y, voilà, ya hemos convertido la política en voluntad general. El empeño maniqueo de dividir las sociedades heterogéneas en dos grupos homogéneos y hostiles —los puros y los otros— se combina casi siempre con otra ideología de acompañamiento: el nacionalismo en la derecha y el colectivismo en la izquierda.

Las élites europeas —conservadoras o progresistas— estaban de acuerdo en que el populismo era un mal asunto. Lo llamaron «patología de la democracia», pero el tirón del populismo de izquierdas ha puesto bajo los focos las cuestiones que las élites habían secuestrado del debate público, como la inmigración o la integración europea. Incluso se iba un paso más allá, con la exclusión en los ámbitos democráticos de áreas de controversia colocando a tecnócratas al frente de instituciones tan relevantes como los bancos centrales. Esa alianza de los poderes políticos y económicos achicaba el espacio. Hasta que llegaron Le Pen, Tsipras o Nigel Farage y mandaron parar. Como dice el politólogo Benjamin Arditi esos líderes populistas se comportan como el invitado borracho en una cena que no respeta las reglas, pero denuncia problemas reales y dolorosos.

Lo malo del populismo no es que derrame el vino sobre el mantel, sino que niegue la existencia de intereses y opiniones diferentes dentro de «la gente» y rechace la legitimidad de la oposición. Se erige en «la voz de la gente», de toda la gente, y el que discrepe se convierte en enemigo de la gente, de toda la gente. Al final funciona el mecanismo de la profecía de autocumplimiento y, efectivamente, la sociedad se polariza en populistas y antipopulistas.

Por eso, se pone le feo el hocico a la burra populista cuando llega al poder. Entonces la paranoia se carga la independencia de las instituciones y arrincona a la oposición. Hungría y Venezuela son buenos ejemplos de lo que el populismo puede hacer cuando toma el control de un país.

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