Diario de León
Publicado por
LA GAVETA CÉSAR GAVELA
León

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S omos hijos de la infancia. Por mucho que viajemos y que vivamos lejos de la tierra donde nacimos, por muy cosmopolitas que seamos, hay siempre dentro de nosotros una llamada ardiente que no solo no desvirtúa nuestro camino, ni perjudica nuestras metas, sino que las ayuda secretamente. Esa llamada es la niñez y es ella la que viene a buscarnos, no somos nosotros los que lo hacemos. Es ella la que está siempre ahí, la que nos ancla a nosotros mismos. Es un mapa moral que nos ayuda a no perdernos en el torbellino de la actualidad y el trabajo, de los problemas, las ambiciones y las urgencias.

Cada uno sabe muy bien donde está ese país. Esa energía primera, ingenua y descubridora del mundo. Ese lugar donde fuimos niños, entre los cuatro y los nueve años más o menos. No mucho más porque la pubertad ya abre la puerta a otro modo de estar en la existencia.

Hace días, hablando con mi amigo y paisano Toño Criado, periodista y ponferradino que nació y creció en el mismo mapa urbano y temporal que yo, recordamos a muchas gentes que se fueron del mundo hace ya muchos años. Personas humildes, curiosas, dignas casi siempre, pobres o ricas, con sus ilusiones siempre tamizadas por el clima del noroeste, por la melancolía que la lluvia y la comarca berciana dibujan en cada uno de sus hijos. Esa tarea evocadora puede considerarse baldía y sentimental. Pero probablemente no es así. Antes bien, es un modo de ser fieles a lo que somos. Desde esa misteriosa comunión que salta por encima de medio siglo, y que nos devuelve a esa mirada originaria. A esa luz que hoy sigue iluminando cuando ha pasado tanto tiempo. A ese gran tesoro inmaterial de cariño y humor, que son los dos grandes instrumentos para andar por el mundo. Hasta que la muerte nos iguale a nuestros amigos que se fueron hace tanto.

Toño Criado y yo recordábamos cómo era la avenida de España y la plaza Fernando Miranda cuando vivíamos atendidos de madres y ternura, de padres viajantes de comercio. De sentir que el mundo era infinito y hermoso. Cuando Ponferrada no solo era la ciudad industrial de gran porvenir que decía el libro de geografía, sino, sobre todo, la plaza del corazón. Y ese mundo que fue tan vivo, esos rostros que pasan de cuando en cuando por nuestra memoria, con su borroso legado, con su lejana muerte, nos hacen mejores. Y cuando menos lo esperamos, hasta nos traen un regalo. De lucidez o de valor. De esperanza o de compasión. El nuestro fue un reino de ferrocarriles y almacenes, de mendigos y camiones, de humo y comerciantes, de tabernas y carbón. Esa Ponferrada de los primeros años sesenta no deja de crecer en nosotros, de matizarse y de ofrecer sorpresas. Como la más sutil y perdurable escuela de vida. Y el centro de esa vida era el amor que nos dieron. El centro infinito. La fuente en la que seguimos bebiendo.

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