Diario de León
Publicado por
Manuel Garrido EScritoR
León

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L a primavera trajo lluvias copiosas, por momentos torrenciales, de forma que los ríos de súbito crecidos arrasaron los cauces con inundaciones fragorosas, mientras los campos de labor permanecían encharcados, imposibles para la siembra. Ese tiempo lluvioso tan insistente afectó a la floración de los árboles y en primer lugar a los cerezos, cuya flor abierta no logró cuajar el fruto, completamente aguada. Por el contrario, tras los episodios de descarga y furia, fuentes, ríos y arroyos han mantenido caudales vigorosamente musculados, ellos sí, florecientes. En el lago de La Baña, por ejemplo, hacia finales de mayo el agua de la lluvia y el deshielo alcanzaba el nivel de cualquier otro tiempo pasado mejor, y tanto él, como la laguna que se alimenta de esa agua filtrada para a su vez filtrarla al nacimiento del Cabrera más abajo, rebosaban en torrente por la izquierda bajo los grandes piornos.

El daño en la floración lo padecieron también las urces, y las apacibles laderas de la Cabrera Alta que se tienden en Truchas y también en Truchillas no pudieron exhibir el prodigio de su mancha color cárdeno, una de las maravillas anuales de este tiempo, espacio de ensueño frustrado por la lluvia. No afectó sin embargo a esos otros arbustos, todos ellos de flor amarilla, que son la retama o escoba, el codeso o puéitigo, el piorno, la ardiviella y la carqueisa, si bien la floración llegó un poco más tardía que de costumbre, ya casi en el quicio entre la primavera y el verano. Empezó naturalmente en el fondo de los valles, para seguir ascendiendo por las laderas hasta alcanzar las alturas donde brillan los últimos neveros. Los grandes trazos amarillos o más pequeñas pinceladas se fueron sucediendo, relevándose de abajo a arriba para un encanto sin fin. También el saúco sufrió un retraso. Probablemente no haya en Cabrera un rincón más favorable para él que el pueblo de Saceda, tendido en la ladera soleada. El saúco o sabugueiro se ha apoderado del espacio antiguo ahora casi despoblado y de pronto el pueblo se vio cubierto de una misteriosa erupción, como si a la vieja ladera y a las casas y ruinas les hubiera brotado un sarpullido vegetal de puntitos blancos en ramillete.

La desaparición de la gente y de los animales domésticos ha propiciado la proliferación, así como la envergadura, de estos saúcos y las mencionadas escobas y piornos. Este año se han podido ver auténticos muros en llamarada flanqueando carreteras así amarillas, en particular en las cercanías de Truchillas, Truchas, Baíllo y Corporales. El paso por ellas a media mañana o al atardecer nos abocaba a un aire pletórico de pétalos balsámicos y amarillo dulzón. Y el gozo de los sentidos se completaba al llegar desde los chopos junto al río, se diría que fruto de la profusa fronda verde, el silbido de la oropéndola. Ahora que el cuco ya ha enmudecido, la pluma de oro es la reina del aire con esa mágica flauta mozartiana, que emite su melodía de dos o tres notas, la última siempre en trémolo.

El canto intermitente y la visión de las retamas perfumadas constituyen toda una afirmación del espacio rural y campesino, una determinación de pervivencia, una fe de vida modulada con música y dulce aroma. Y algo más. Mi amiga Sara Blanco, cabreiresa de Castrillo de Cabrera, solía decir, cuando estaba con otros pastores o labradores en los campos floridos de amarillo, con un sentimiento que yo no puedo evocar sin emoción: «Dan ganas de morirse al lado de una escoba». Como si ya no valiera la pena seguir tras el prodigio y esta fuera la más dulce de las muertes, perdida su amargura esencial. Sara apenas sabía de letras, pero en realidad era sabia para expresar sencillamente la verdad de un hondo sentimiento cargado de poesía. Más sorprende aún que eso es lo que un día remoto hizo el gran profeta Elías, agotado de huir por el desierto: tenderse bajo una escoba suplicando la muerte. Ella por supuesto ignoraba que cementerio es dormitorio, pero ya se ve que lo sabía , sentía que morir es dormir y por tanto su deseo ingenuo venía a ponerse en la fila de Hamlet, quién iba a esperarlo: «Morir, dormir, soñar tal vez». Sara ya estaba soñando. Pongamos nosotros una escoba florida en el sueño de Hamlet y el deseo de Elías.

Pero el deseo de Sara me ha recordado un bello romance que se canta en muchos pueblos de Cabrera, aquel que empieza: «Ya viene la bella aurora,/ ya viene el alba del día». Una pastora camina por la serranía; lleva en la mano unos papeles que dicen la historia de su vida: «Según los iba leyendo,/ se iba quedando dormida». El romance la deja muerta de amor «bajo los laureles». La imagen canónica en la poesía bucólica está desde hace dos mil años en el primer verso de la primera égloga de Virgilio, y muestra a un pastor recostado a la sombra de una encina, tocando al caramillo una canción de amor. El romance popular prefirió el laurel para su pastora enamorada y melancólica. Pero ahora nosotros podemos imaginar su andadura mortal por la alta sierra en el tiempo final de la primavera, virando hacia el verano, para preferirla dormida bajo el arbusto florido, soñado y señalado por Sara Blanco.

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