Diario de León

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A propósito del agua

León

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No se olvidarán jamás las noches con la radio enganchada al 94.3, de Supergarcía hasta el lucero del alba, a ver si el Primero de la Mañana nos despertaba con la sensación de plenitud que alimentábamos todos los recreos. Aquel acaudalado emigrante que puso precio a la cabeza de la presa con la que nos humilló el felipismo creó una sensación impagable de libertad, inigualable para guajes que en el ocaso de la EGB no tenían otra aspiración que la rebeldía. Si queréis regar, poneos a mear, llegaron a corear desde la acera al reto de la sección favorable a la inundación, aquellos años 80 del plomo que amenazó con ir más allá del color cenizo metalizado de los coches de línea de Martiniano, y a los dos mundos de León les dio por medirse en la calle a golpe de manifestación. Ahora se ve el engaño que fue todo aquello; también lo anterior. Las voces a favor fueron utilizadas para justificar un fin que ya no es tal. Menos mal esta sequía, que acudió a sacar de la ignorancia a los que aún hasta el verano, hasta este verano que no muere, se creían que en el Gobierno se habían tomado la molestia de inundar tres valles, destruir treinta pueblos y arruinar miles de vidas de leoneses sólo para dar un futuro a sus tierras. Como la verdad siempre aflora, ahí la ven correr entre los siete metros cúbicos por segundo que envían para la Castilla industrial mientras al León campesino se le secan los mocos en la comisura de la napia. A alguien, a los funcionarios que trotan en todoterreno de un valor que triplica la renta media a la que jamás podrán aspirar las familias asentadas en los parajes que galopan, habría que preguntarles si el vaso de hormigón vacío es un fraude o un error de cálculo. El Luna no se ha secado, el agua va por su cauce, tal y como pueden comprobar a diario los miles de leoneses a los que el agostamiento suele dar, de tiempo en tiempo, la oportunidad de poner el pie sobre el terreno que ahogó la devastación. Por si había dudas, las sombras de las sabinas se extendían sobre prados; en los atardeceres, regresaban las veceras; y la meata daba la medianoche en las madrugadas de hielo y falampos desde el campanario. O sea, que no fue que al octavo día Dios se decidiera por una pared de cemento porque el esplendor se le hubiera ido de las manos.

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