Diario de León
Publicado por
Manuel Garrido ESCRITOR
León

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C omo una tormenta que cada vez se oye más lejos, así es el recuerdo, un rumor que se aleja hasta perderse. Hay recuerdos que en su camino al olvido se pierden por vericuetos y escondidos claros del bosque interior, mientras que otros se evaporan ligeros en los aires urgentes exteriores; aquellos pues más bien latentes y aun latientes, estos otros abiertamente codificados en una hoja con datos. Traigo este esquema de clasificación a propósito del incendio que a finales de agosto afectó a una zona de Cabrera. Esa zona coincide más o menos con el territorio antiguamente nominado Losada (uno de los tres, junto a Cabrera y Ribera, que componían la Gobernación de Cabrera), en el curso alto del río Cabrera, actual municipio de Encinedo, más dos pueblos del de Truchas.

La avalancha de fuego duró cuatro días y cinco noches, entre el lunes 21 de agosto por la noche y el sábado 26 por la mañana; la superficie ardida se estimó en 10.000 hectáreas, de las aproximadamente 15.700 que suman entre los ocho pueblos afectados del municipio de Encinedo (Castrohinojo aparte, pero La Baña apenas) y los tres (Villarino, Iruela, Truchillas) del de Truchas, aunque en desigual proporción (y recordemos aquí la totalidad superficial en hectáreas: Truchas, 30.124; Encinedo, 16.858). Participaron en la ardua tarea centenares de hombres, en torno a 300, entre brigadistas y soldados, más 8 o 10 helicópteros, 2 o 3 hidroaviones y varias grandes máquinas excavadoras. Podría parecer mentira que con semejante despliegue no se lograra atajar el fuego, más aún si en su avance se cruzaban ríos y carreteras. El caso es que el recorrido de las llamas fue tenazmente caprichoso, con idas y venidas y revueltas inesperadas, porque la baja humedad y el fuerte viento campaban sobre una sequía de meses, mientras que la inversión térmica nocturna aplastaba el humo en el fondo de los valles y solo se «esfumaba» hacia el mediodía, retrasando así la hora del ataque aéreo.

El miércoles 23 sonaron las campanas de Encinedo convocando a los vecinos a acudir en defensa del barrio de Ambasaguas para sumarse a los de Quintanilla, Robledo y Castrohinojo, que, armados de cubos, palas y largas «trampas» y piornos, lograron detener las llamas en la linde de las casas, mientras las máquinas excavadoras abrían franjas en la maleza, diques frente al avance de las llamas.

Las campanas volvieron a sonar al día siguiente, jueves, ahora para el mismo Encinedo y también Forna. De modo que, aunque fuera por una circunstancia desgraciada, así se revivió aquella antigua y tradicional solidaridad, la convocada ante el peligro inminente, pero también en los otros trabajos comunales (siegas, siembras, acarreos, acondicionamiento de fincas y praderas, etc.) de una sociedad que encontraba en esta actitud, «sólida» por común, la solución a tantas situaciones de premura y precariedad.

Las circunstancias y sucesos que concurrieron aquellos días tristes van quedando atrás y al final cabrán en unos pocos datos en documentos archivados. Pero además de la historia oficial externa, está la otra, aquella que Unamuno llamó intrahistoria, que es la misma, pero vivida desde y por dentro, solo que entonces ya no puede hablarse de una sola historia, sino de tantas como personas las vivieron.

Me place ahora reivindicar este recuerdo de las historias personales vividas, quiero decir sufridas, con intensidad. Evoco el miedo y la esperanza sobre un fondo de angustia durante aquellos cuatro días de la ira bajo el retumbar de los helicópteros y las sirenas ululando, y en los instantes de silencio mecánico, el crepitar fragoroso de las llamas a un palmo de los ojos.

Durante la noche el fuego concedía una tregua, y sin embargo no era posible dormir, o se hacía a pequeños intervalos, porque la gente cada poco se asomaba a las ventanas para comprobar que el gran resplandor estaba allí. Emociona pensar en ese desvalimiento, como conmovedora resulta esa señal de vulnerabilidad así confesada, a la que seguía, cuando las llamas parecían alejarse o se aplacaban, el alivio fugaz de la esperanza. El sábado 26 humeaba todavía, pero el fuego estaba en las últimas. Finalmente el domingo fue literalmente liquidado: una gran tormenta lo hizo agua, pero lo que ocurrió después fue que esa agua arrastró hasta corrientes y ríos con el mismo «fervor» con que había sido deseada un lodo espeso de cenizas negras que dejó a las truchas panza arriba.

Un mes más tarde, cuando ya el bárbaro tiznado comenzaba a perder intensidad, pude ver una pequeña pradera en Forna, arrasada sin yerba, con restos de ramas negras de arbustos. Allí brotaron, puntuales como siempre a la cita del fin de estío, no importa que en el yermo, las florecitas llamadas con muchos nombres populares, de los que yo prefiero estos tan bellos: narcisos de otoño, lirios de otoño. Las hojitas se abrían a pocos centímetros del suelo, mínimas estrellas color lila de seis puntas, pero había que verlas a cierta distancia para no pisarlas, distraídos, pues no debe profanarse la belleza, menos aún si es tan inesperada. Allí estaban y es como si dijeran: «No es un espejismo, somos de verdad»; y añadieran: «La tempestad ha pasado. Empezamos de nuevo».

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