Diario de León

TRIBUNA

Alegato en favor de la recuperación de la memoria histórica

Publicado por
EUGENIO GONZÁLEZ NÚÑEZ PROFESOR UNIVERSIDAD DE MISSOURI-KANSAS
León

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¡ Dime la verdad!, nos gritamos con frecuencia en los momentos más difíciles y penosos de la vida. ¡Dímela, por favor!, pide la madre compasiva, implora la esposa dolida, el amigo traicionado, el vecino marginado, la novia engañada, media España olvidada a la otra media olvidadiza.

«¡Diga la verdad, toda la verdad y solamente la verdad!», exige el juez al testigo, que no al presunto inculpado, y testigos somos todavía millones de españoles de los hechos del pasado. Entendemos que los reos, los culpables, los ejecutores, se oculten, pero nunca debemos ocultarnos los testigos, porque de ser así nos convertiríamos en seres tan culpables como ellos, porque «tanta culpa tiene el que…».

Los entendidos dicen que la verdadera catarsis curativa de algunos comportamientos exige una herida limpia y seca, que no solo la certifique el cirujano, sino el propio paciente que siempre hace paradójicos esfuerzos por no verla-por verla, porque es a partir de ahí donde comienza el verdadero y misterioso proceso de curación. La herida que no cura, que cierra en falso, se enquista, se emponzoña y debemos volver a abrirla para iniciar de nuevo el lento proceso de la sanación. Quien realmente dude de esto estará condenado a vivir por siempre en el dolor, con la espina clavada, siempre incapaz de desenclavar y deshacer el agravio hecho. El majestuoso y a la vez controvertido Valle de los Caídos, deberá volver humildemente a abrirse para mostrar la verdad, para desvelar un lamentable pasado oscuro, devolviendo de las tumbas a los miles de caídos, sin diferencia hoy de alzar de brazos, banderas o himnos, porque todavía siguen sin sonar las trompetas de la verdad en el Valle de Josafat.

Como testigos que fuimos de aquello, debemos dejar, permitir, que la ciencia recupere la verdad, las mentes la razón y el corazón la humildad, porque solo la verdad nos hará libres para romper las cadenas de muchos años de ocultamientos, mentiras, miedos y venganzas impropias de hermanos. Es claro que el tema de la guerra civil y la posguerra —otra guerra para la mitad de España—, con todas sus largas y penosas secuelas, nunca va a agotarse. Por mucho que a algunos nos duela, el tema de «la recuperación de la memoria histórica», es una tarea de todos, que a todos nos incumbe y nos atañe, aunque sea de diferentes maneras. Hermanos nuestros son los que por décadas siguen descansando en el anonimato y son la vergüenza de un pueblo que no se ha atrevido todavía a rescatarlos.

Lo que pasó, tristemente, ya pasó y nadie lo va a remediar ni a cambiar. No podemos ocultar aquella lamentable realidad, necesitamos mostrar la verdad de lo que pasó, por dura que sea, decirla y aceptarla sin tapujos, porque muchas personas no saben lo que pasó con sus seres queridos, y tenemos una deuda con ellos. Las manidas frases, «¡de esto no se habla, esto no se dice, a callar se ha dicho!», ya quedaron atrás, porque si muchos, hemos conocido el pasado, otros muchos se fueron sin saberlo, y todavía quedan miles que desconocen el paradero de los suyos. ¿A quién de nosotros nos gustaría tener un ser querido enterrado en una cuneta, ignorado y silenciado por más de 80 años?

El tema de las guerras civiles va para largo, y mientras no seamos capaces de contar y compartir la verdad, toda la verdad y solo la verdad, esas guerras civiles siguen y seguirán siendo inciviles. A la verdadera reconciliación le faltan varios pasos para llegar a la luz de la verdad. Por ello, hablar del tema sin tapujos, sin tabúes, sin engaños, provocando a veces el llanto, a veces la risa nerviosa, seremos parte de un pueblo que supo combatir la guerra, el hambre y el miedo con una inmensa dosis de humor.

Llamada a la concordia, a la dignidad de todos, a tratarnos de igual a igual, de hermano a hermano, es mi llamada. Si terribles, caóticos y sangrientos fueron aquellos años, no es ahora el mejor momento para reivindicar viejas y trasnochadas connotaciones éticas de buenos y malos, ni la venganza de unos, ni la ceguera de otros para poner todo de nuevo patas arriba. ¡Que la mala sangre no se nos suba a la cabeza!, y la serenidad nos haga a todos pensar que si esto ya ocurrió y sin buenos resultados para nadie, volver a repetirlo no sería la adecuada ni prudente solución al problema.

Debemos enterrar ya el hacha de guerra, permitiendo que quienes buscan a los suyos, tengan derecho a encontrarlos, recuperarlos, llorarlos, y ponerlos en el lugar que ellos siempre desearon que estuvieran. Sacar de las cunetas a los seres queridos es un deber que al contrario de lo que algunos piensan, serenará los ánimos, sanará las heridas; dejarlos en las cuentas será siempre un imperdonable y perpetuo pecado de cobardía, ruindad y ceguera.

A veces, ¡pálpitos nos da el corazón!, chispas saltan de las dos Españas, y el fuego —nunca extinguido— que por años ocultaron las cenizas de una hipócrita condición humana. Por décadas vimos, vivimos, y aceptamos el odio al enemigo como algo natural: ¡‘al enemigo, ni agua’! Burlarse, hacer sufrir, delatar, escarnecer, regodearse en el sufrimiento del otro fue algo más comprensible y perdonable en el ámbito católico que comprar la bula en Cuaresma. El tren de la historia de España sigue circulando por vías paralelas. A cada roce salta la chispa del conflicto: los dos credos, los dos caminos antagónicos, los millones de brazos crispados. Algo nos falta; algo nos sobra, y parece que nadie sabe dónde pueda estar la clave de la solución definitiva que dé paso al perdón final y a una franca y sincera fraternidad.

Ve?r y aceptar que todavía quedan cosas por hacer que nos impiden mirarnos cara a cara, a los ojos, sin fingimientos ni dobleces, revanchismos ni derrotismos, nos preparará así un futuro donde sinceramente podamos saludarnos y volver a caminar juntos como verdaderos hermanos, intentando acercar —no separar— pareceres, perdones y personas, porque… las heridas de una larga guerra civil y una penosa y prolongada posguerra, siguen abiertas, por ello, si queremos la reconciliación definitiva, antes del abrazo final debemos rescatar la verdad, desenterrando de las cunetas a miles de españoles, para que después de aquel paseo madrugador, macabro y demoledor, tengan de vuelta una comitiva vespertina, reposada y familiar, y un lugar de reposo digno.

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