Diario de León
Publicado por
MANUEL GARRIDO ESCRITOR
León

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E n los años 80 la Obra Cultural de la Caja de Ahorros de León llevó a muchos pueblos el teatro, pero teatro del grande, se entiende, a cargo de compañías renombradas del ramo. Dos de ellas estuvieron en 1981 en Quintanilla de Losada, pueblo del municipio cabreirés de Encinedo. La primera tenía un nombre tan sugestivo como equívoco para el oído popular: ‘Los cómicos de la legua’, es decir, itinerantes, del camino, no de la lengua en la que se expresaban. La dirigía Carlos Ballesteros, un actor de magnífica planta y extraordinaria voz. Representaron un espectáculo cuyo título mismo, Ha llegado Quevedo, ya anunciaba su propósito cómico, no en vano ese nombre del gran clásico corre en la mentalidad popular asociado al protagonista en anécdotas de humor grueso e incluso de tinte escatológico. El espectáculo incluía varios entremeses con escenas plagadas de equívocos y situaciones burlescas de grueso calibre, con títulos como estos que recuerdo: El hospital de los malcasados, La venta, El marión (afeminado, maricón). Fue el 5 de mayo de 1981.

Por desgracia no he logrado precisar la fecha de la actuación de la otra compañía, a pesar de que dejó en mi recuerdo un trazo mucho más definido e incluso emocionante con una obra que, al revés de la otra, no constataba, sino que anunciaba: ¡Que viene mi marido! , de Arniches. La emoción detenida en mi vieja memoria surge de una imagen previa a la actuación. Un hombre y una mujer caminaban lentamente al atardecer, ella cogida del brazo de él, por la calle que sale del pueblo en dirección al barrio de Ambasaguas. Ya estaba algo fresco a esa hora y más al lado del río, vestían ropa de algún abrigo y eso y la lentitud de su paso me hizo asociarlos a la vejez. Por el contrario, he comprobado ahora al recordarlo que estaban en la madurez de la cincuentena. Y no eran cualesquiera. Se trataba de una pareja de actores conocidos y apreciados, pareja conyugal por otra parte: Pablo Sanz y Asunción Villamil. Iban hacia el Centro Cultural, situado en ese camino que une los dos barrios, pero más cerca de Ambasaguas, a representar la obra dicha. El centro disponía de una sala con una tarima por escenario. Ese era todo el tinglado, de modo que el Crispín de Los intereses creados hubiera podido anunciar también aquí su parlamento inaugural de allí: «He aquí el tinglado de la antigua farsa»; porque farsa sí que la había, suficiente para que el mismo Crispín hubiera añadido: la que «embobó en las plazas de humildes lugares a simples villanos». La pequeña sala era la plaza del humilde lugar cabreirés, donde estaban los villanos o aldeanos no menos humildes, y don Pablo y doña Asunción a fe que los embobaron a conciencia solo con la expresividad de su gesto y sus parlamentos divertidos y enfáticos.

Tinglado remite por cierto a otra palabra, que es tramoya, que la había en su acepción de trama o ardid. Pero la tramoya verdadera estaba cerca. Volvamos atrás. En su camino hacia el Centro Cultural la pareja, tras atravesar el puente sobre el río Cabrera, había bordeado las ruinas de un antiguo molino, que se remontaba a la segunda década del siglo y había pertenecido a una familia destacada del pueblo. Molía centeno y algo de trigo, pero además estaba equipado con una maquinaria adecuada para producir energía eléctrica (fluido eléctrico, decía, redicho él, uno de los hermanos). Uno de los elementos de la instalación era la tolva donde se depositaba el grano para la molienda. La tolva recibía el nombre de tramoya, un término derivado del latín, compuesto a base de dos formantes con este significado: «temblorosa medida» (y si esa medida era la fanega, esta era la que temblaba, se zarandeaba o estremecía). El dialecto, tras la ortodoxa diptongación, dio trimueya. Tenía una forma de pirámide invertida y el grano caía hacia una canaleta o «canalexa» situada debajo, que lo llevaba hacia el ojo de la muela (agujero en el centro de la misma). El movimiento necesario para que el grano se deslizara de modo constante y uniforme se conseguía con una solución ingeniosa y sencilla: un palo enganchado por un extremo a la ‘canalexa’ y el otro apoyado sobre la muela; el contacto del palito con esa superficie rugosa en movimiento transmitía la vibración a la ‘canalexa’. El palo recibía el nombre de ‘carambieyo’ (de ‘carambiyar’, titubear, vacilar). Y semejante máquina, ya me gustaría a mí saber por qué oculto laberinto metafórico, se trasladó al argot teatral. ‘Trimueya’ era pues el artilugio donde temblaba el grano y tramoya donde la vida se estremece. La tramoya del Centro Cultural era tan elemental que en realidad no consistía en otra cosa que la capacidad teatral de los actores a cuerpo limpio, equipados tan solo con su palabra y su gesto. Y es posible que ellos no lo supieran, pero en todo caso se mostraban como herramientas dóciles y sencillas para la realización concreta de aquel antiguo y bien intencionado propósito anunciado por el patronato de Misiones Pedagógicas en 1931: llevar a los pueblos «las ventajas y goces nobles reservados hoy a los centros urbanos». Y tales ventajas, tales goces eran la música, el cine, la pintura, el teatro. Las Misiones lo habían hecho en 1932 en Cabrera con el cine y la música. En cuanto al teatro, mucho más difícil de «transportar», vino cincuenta años después: Quintanilla de Losada, Cabrera, mayo de 1981.

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