Diario de León
León

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En este tiempo de feroces captadores de imágenes en formato perecedero, de teléfonos que se han olvidado de hablar para convertirse en álbumes llenos de fotografías prescindibles, de gente que da la vuelta a lente de la pantallita del smartphone para mirarse a sí mismos, hay refugios en los que entender para qué sirve la fotografía. Uno se cobija en estas páginas a diario. Se llama Jesús F. Salvadores e insiste en poner la mirada en el otro con la profundidad que precisa contar una gran verdad. No es que una imagen valga más que mil palabras, porque ya sabemos de sobra que no debemos fiarnos de lo que vemos a simple vista. Hay que ir un poco más allá. Abismar los ojos a la fosa del obturador de la realidad que nos abre Jesusín para que nos reflejemos dentro, para que nos veamos mejor desde fuera, desde los otros que nos comparten, desde el entorno en el que convivimos. Por esa sima asoma la imagen con la que ha logrado el premio Mingote de este año, uno de los más importantes de España; una foto en la que la protagonista, Celina, una nonagenaria cabreiresa, mira a la cámara para interrogarnos por el espanto que a su espalda devoró 12.000 hectáreas de monte en La Cabrera.

Hay más verdad en esa fotografía que en los sesudos informes de quienes se han fijado en el debate de la despoblación rural como nicho para su supervivencia política, mientras desde su despacho con vistas a las autovías del progreso miran a los vecinos de los pueblos como paletos. Lo sabe Jesusín, que sobrevive en Benavides de Órbigo, y se lo espetó en su discurso esta semana en Madrid a la concurrencia convocada alrededor del rey de España. Allí subido, vestido con esmoquin y pajarita, extraño en la etiqueta como en cualquier norma, elevó la voz para clamar por estas afueras del desarrollo, y por la importancia de los fotoperiodistas, con la dignidad de quien se mancha todos los días las manos en apartar los pedazos que quedan rotos con una cámara como herramienta. Ese «instrumento de escucha», como aprendió del maestro Navia, hace que mantenga hipotecada la retina en el interior de una Leica. Tiene un poco de gato que mura agazapado mientras los demás se mueven a su alrededor porque sabe que el zarpazo debe ser certero, que en una pulgada cabe un mundo si se dispara a tiempo. Guarda esa condición indómita de los que se esforzaron por aprender en la escuela para olvidarlo todo muy rápido y que la profesión se les llene de oficio. Su talento viaja a la velocidad de la luz. Esa luz que llena las imágenes que nos enseñan a mirar. Qué orgullo, compañero.

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