Diario de León
Publicado por
Luis-Salvador López Herrero | Médico y psicoanalista
León

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¡Leoneses…! Esforzaos un poco más en conservar el estilo de vida tradicional en nuestra ciudad.

 Hace unas semanas me desplacé hacia Madrid para respirar el aroma que destilan las grandes urbes en estas fechas navideñas. Como siempre que viajo en coche, me armé de paciencia para atravesar esa autovía infame e infernal hasta Benavente, que los leoneses no nos merecemos, pero que asentimos resignadamente en soledad. 

 Una vez en la gran urbe, comencé a caminar por sus calles abarrotadas de humanidad, tratando de rescatar el elixir festivo que promueve nuestra capital. No digo nada nuevo que no conozcan si afirmo que la Navidad es el jolgorio de los mercaderes frente a una multitud que se deja engañar con el fin de sostener la ilusión perdida. Pero la novedad en nuestra época y su estado de crisis permanente, es que ahora la iluminación resulta bastante anodina, estándar y mucho más adormecida en todas partes. Lo cual está generando un cúmulo de quejas y de protestas por parte de todos, comerciantes y compradores. Está en juego, parece ser, ese interés de las instituciones por hacer creer que, en verdad, todos tenemos que ahorrar. De ese modo, vayamos por donde vayamos los mismos formatos de iluminación, de bajo gasto, tienden a confraternizar las ciudades. Sí, es cierto que en las grandes urbes el dispositivo lumínico es mucho más amplio y parece alumbrar mejor todas las esquinas. Pero no se dejen engañar por la supuesta magnitud del sistema de luz, porque éste no dice nada sobre su auténtica función, que es exactamente la misma en todos los lugares: ser testigo y reclamo del ritual de gasto desenfrenado que gobierna en estas fechas. 

A pesar del gentío que invade sus aceras, no dejo nunca de sorprenderme por el goteo de seres perdidos y solitarios que pululan bajo el manto de esta llamarada navideña, que tanto nos atrae, tal vez por esa nostalgia infantil, que no cesa de escribirse

 Sin embargo, hay algo que enturbia mi atención cada vez que transito por las calles madrileñas, repletas de gloria de neón, y que reconozco es una consecuencia de mi tranquila y apetecible vida provinciana. Por momentos, el ruido y las multitudes que acechan sus perímetros tienden a eclipsar mi conciencia. De hecho, no es tanto la polución o el cambio de temperatura, que cualquier leones puede percibir en su encuentro con la gran urbe, sino el mareo sensorial, fruto de la colmena y ruidosa muchedumbre solitaria, de marcha acelerada, lo que verdaderamente estimula en exceso mi sensorio cautivo. Y, sin embargo, a pesar del gentío que invade sus aceras, no dejo nunca de sorprenderme por el goteo de seres perdidos y solitarios que pululan bajo el manto de esta llamarada navideña, que tanto nos atrae, tal vez por esa nostalgia infantil, que no cesa de escribirse. 

Si se tiene la delicadeza de oo quedar prendido por los múltiples escaparates que nos asaltan y guiñan por todos lados, podrán observar la cantidad de almas humanas errantes, diferentes, que caminan gobernadas por la locura, la penumbra de la conciencia o la invasión de la pena más profunda. Lo cual no deja de ser un incordio para nuestro anhelo de dicha en estas fechas tan señaladas por los niños. En una ocasión escuché, en un coloquio sobre la psicosis, que las mentes alucinadas tienden a caminar desde los pueblos hacia las grandes ciudades, porque es allí, en ese espacio de grandes iluminaciones, donde la luz ejerce su mayor efecto de hechizo, en todas estas mentes atormentadas. Y algo de verdad debe de haber en todo esto, puesto que no hay momento en el que uno no se vea abordado, durante su paseo, por algún ser frágil, que demanda, bajo el rictus de una mirada cansina y repetitiva, una pequeña donación para su supuesta como eterna necesidad. Pero no sólo los locos o los mendigos son atraídos por este espacio de luz festiva, sino también los pícaros, delincuentes de pequeña monta y seres que prometen el paraíso con su cuerpo. Si a esto añadimos la diferente como pintoresca fauna humana que tiende a dibujarse entre sus calles, de manera febril, podemos entender por qué todo este alboroto de materia tiende a precipitar cierto cansancio cuando no hastío, en nuestra mente provinciana. Y junto a todo este magma disperso de calor humano no falta la presencia insistente de grandes colas por doquier. Da lo mismo que sea el cine, el teatro, los museos o cualquier restaurante, lo normal es encontrar todo completamente saturado. Hasta un conocido establecimiento de loterías se ve asediado por estas fechas con una repleta y alargada fila humana, de cientos y cientos de metros, que precisa incluso de personal de seguridad para velar el orden en su circulación. Por un momento, me dejé llevar por la curiosidad y aminoré la marcha con calma, para mirar con cierta tranquilidad todo este cordón, que parecía querer encontrar su turrón de felicidad a través de este juego tan nacional. ¿Qué estarían pensando cada uno de los presentes en su soledad más íntima mientras esperaban la llegada del boleto premiado? Algunas de las caras mostraban la impaciencia por lograr el objeto; otras, la intranquilidad de la propia espera; también el rictus de frío hacía presagiar en sus rostros una cierta caída en el ánimo. Sin embargo, todos, curiosamente, estaban sumidos en un silencio solitario resignado. Y pensé: ¡Qué valor se otorga al dinero en estas fechas en la que los auténticos protagonistas, los niños, verdaderos creyentes de esta esperanza ficticia, nada saben de ello! 

A veces incluso para caminar por los aledaños de la gran ciudad, es necesario tener que seguir como una senda de hormigas en fila, porque las diferentes obras urbanas impiden el paso a una multitud convertida en simple muchedumbre. Los codazos y empujones, fruto de la ausencia de movimiento, se mezclan con las voces frenéticas o el ansía por caminar, lo cual permite que algún que otro pícaro utilice el momento de espera para culminar su silencioso como sutil trabajo, porque la fiesta debe continuar su camino. 

Al final, en silencio, conforme me alejaba de Madrid y sus luces, no dejaba de percibir en mi memoria el eco de las múltiples soledades que transitan las grandes urbes, en estos días de fiesta, sin más amparo que las imposibles promesas de los escaparates o los soliloquios impotentes.

Cuando llegué a Benavente quedé asombrado por la alfombra de brea, que ésta vez se desplegaba hacia mi ciudad, y pensé, con una sonrisa placentera, que, tal vez, León ponía todo su empeño en facilitar la entrada, pero no su salida. 

 Dichosas fiestas y buena fortuna en este eterno año que se aproxima.

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