Diario de León
Publicado por
Matías González | Sociólogo
León

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Crecí en una pequeña aldea del páramo leonés. Mis padres era labradores y yo suspiraba por la hora de marchar a estudiar a la ciudad donde esperaba una vida más rica. Pero llegó la adolescencia, llegaron los hippies, llegó la ecología y llego la universidad en Madrid y allí sentí, como Paco Soria que «la ciudad no era para mí».

Ese trajín sin respiro entre muchedumbres que te ignoran, ese enclaustramiento en viviendas-celda donde oyes más a los vecinos que a tus propios hijos, esos aires envenenados por los humos tóxicos... se me hizo insufrible

Decidí que yo sería de los que volvería al pueblo. Fue un impulso poco racional, en contra de la corriente, donde ya se sabe «se pierde el pelo y el diente» pero más poderosos que los cantos de sirena de la urbe. Al final lo conseguí, no sin pagar un precio, eso sí, renunciar a hacer una familia porque las damas, ya se sabe, no soportan la aldea.

El mito del «ya volverán», de los hijos de la guerra se hace cada vez más débil

Las aldeas de ahora no son como la de Heidi, la vida en ellas es casi la misma que en la ciudad pero hay campo, hay monte, hay bosque, espacios abiertos donde ejercitar las piernas y ventilar la mente y donde los homo sapiens no abundan. Entretanto el éxodo a la ciudad se hincha sin cesar, y en los pueblos solo quedan los bisabuelos, algún ganadero o labrador que otro, los solteros y separados.. y los lelos. El mujerío no soporta la vida en el pueblo y arrastra a todos los maridos al pisito en la ciudad.

Con tristeza he visto cerrar, uno tras otro, los pocos locales de servicio público que había, las tiendas, los bares, las oficinas, las escuelas, los dispensarios. El mito del «ya volverán», de los hijos de la guerra se hace cada vez más débil y ahora, ya jubilado ahí sigo en el pueblo.

Y de pronto nos llega el virus, esa plaga bíblica que ha trastornado el mundo y confinado a todos en sus casas. Ahora, pienso en esos millones de urbanícolas, que huyeron del pueblo, encerrados en sus pisos-celda de 70 metros, en sus colmenas anónimas, atormentados por los noticiarios que les vomitan a cada horas las horrores escalofriantes de la tragedia colectiva y siento lastima por todos ellos.

También aquí está prohibido salir de tu propia casa, pero, en el pueblín, las casas tienen patio, tienen jardín y tienen huerto. Donde aún hay, en marzo, ajopuerros y coles y zanahorias y hay gallinas y pollos y huevos, y ovejas y vacas y cabras... y a un paso, el campo, el monte, el bosque que nos invita a fundirnos en su amoroso seno.

Aquí apenas hay gente, esos que ahora son la mayor amenaza para nuestras vidas. Aquí no llega la peste así que, por una vez, por un rato al menos, puedo decir, que suerte ahora vivir en el pueblín.

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