Tiempo de verano

SERVAN Scrhiber escribió un ensayo sobre el valor del tiempo, cuando un día, observando un reloj digital, de esos que marcan las décimas de segundo, constató que el tiempo del que disponemos es un caudal que siempre disminuye. Pero el tiempo, su medida y su cantidad, no es sólo el exacto reflejo del sistema sexagesimal, sino que existe un tiempo subjetivo, que se burla de la aritmética y de sus ajustadas pretensiones. Por eso, se nos hace el día largo, o se nos ha pasado la jornada de trabajo sin darnos cuenta, o, en mi pueblo, ruegan que las embarazadas, a la hora de parir, «tengan una horica corta». Confieso que no dispongo de tiempo para ir al gimnasio, porque no me gusta el gimnasio, de la misma manera que cuento con amigos que no disponen de tiempo para ir al cine o para asistir a un concierto, o sencillamente para darse un relajante paseo. En realidad, y a esa conclusión llegaremos si nos sometemos a una sincera reflaxión personal, tenemos tiempo para aquellos que nos gusta y no disponemos de él para lo que no nos atrae. No recuerdo una época de mi vida en la que no haya tenido tiempo para leer, y sin embargo, ha habido temporadas, cuando los directores de teatro se pusieron estupendos, y creyeron que la obra estaba a su servicio y no al revés, en que no tenía tiempo de asistir a una representación teatral, debido a que no me gustaba que Hamlet fuera el heredero de una agencia de publicidad o Fedra una norteamericana que alquilaba habitaciones para estudiantes. El verano es el tiempo en que creemos que vamos a tener tiempo para hacer cosas que nunca hicimos por carecer de tiempo. ¡Qué ganas de mentirnos! Yo no nadaré más de cinco minutos seguidos, aquél no pasará de la quinta página del libro que se trajo para las vacaciones, y aquella pareja, que iba a aprovechar estos días para hablar seriamente de su relación e intentar recomponerla, se sumergirá en la pléyade de amigos y comenzarán los trámites del divorcio en septiembre. Y tendrán tiempo.