Diario de León
Publicado por
Ara Antón, escritora
León

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¿Vaciada? No decimos vacía, decimos vaciada (agotada, hueca). Pero, ¿vaciada por qué o por quién? ¿Qué ha ocurrido con nuestros pueblos que hasta hace muy poco eran autárquicos y ahora si no llega el hombre o la mujer de la furgoneta no tienen qué comer? Pues podemos darle una explicación sencilla, de estas de andar por casa, para la mayoría que no entendemos de grandes estudios económicos o sociológicos.

Los padres quisieron un mejor futuro para sus hijos. Creían que, en la ciudad, no serían tan esclavos como lo eran ellos. No eran conscientes de que su trabajo era libre, aunque constante, pues ya se sabe que «los niños y las bestias no conocen las fiestas», pero eran señores de su tiempo, distribuyéndolo como querían, de sus animales, pajares, establos, prados, valles, montañas, amaneceres y ocasos. No supieron ver que sus hijos dependerían de un «amo» que marcaría sus días y, a veces, sus noches; que no tendrían espacio para extender la vista porque, desde la ciudad, no se ve el cielo…

Y dejaron de enseñar a sus críos cómo vivir de la tierra, mirando la nube que llega, pero que acaba pasando o el vientre de la vaca a la que hay que saber ayudar a parir, o a organizar la fiesta o las canciones o el acompañamiento al enfermo, o la oración al pie de la fosa para despedir al vecino…

Además, a los campesinos, les ofrecieron dinero por cada animal sacrificado o cada cepa arrancada. Eran mayores. Sus vástagos no estaban ya a su lado para sostener el predio y andaban perdidos en barrios viejos de pisos altos, estrechos, sin luz, de la que habían creído la prometedora ciudad.

Y los ancianos comenzaron a morirse y sus patios de llenaron de zarzas y solo algún rayo de sol, despistado, los habitaba en algún momento del día. Se cerraron sus casas y las llaves grandes se colgaron de un clavo, apenas disimuladas por el rosal viejo que crecía desgarbado junto a la entrada.

Entonces las administraciones, siempre velando por el bien común, observaron que apenas había niños, por tanto, no se necesitaban maestros. Médicos tampoco, porque los pocos viejos que quedaban eran recios y tercos y les prestaban escasa atención. Mejor que se trasladaran al Hospital de la ciudad si era algo grave. ¿Trasladarse? ¿Con qué medio? Los llamados «coches de línea» se había suprimido hacía ya mucho tiempo. Los trenes de cercanías sobrevivían tercamente, pero, con mucha suerte, tenían un apeadero cercano, pero lo normal es que estuviera a más de un km del centro de la aldea. ¿Y la nieve? ¿Y la lluvia? ¿Y los vientos de los páramos desangelados, que habían de atravesar para acercarse a él?

Y ahora queremos llenar esas casas que tiemblan de soledad con urbanitas desengañados. Pero estos no son parcos, frugales ni mesurados. Es cierto que tienen coche y no precisan de autobuses ni trenes, pero también tienen teléfonos y ordenadores que hay que alimentar y que, en muchos casos precisan para trabajar. Esos no van a conformarse como los ancianos con casi nada porque carecen de esa impronta que marca a los nacidos en los campos y que los hace conectar con ellos. ¿Vamos a darles lo que piden o dejaremos que se harten de su bucólico, pero abandonado entorno y regresen a la urbe?

O atendemos con verdadero mimo a los pueblos o dejamos que se arruinen, para que cuatro chalados, o no tanto, en noches de luna llena, los visiten para escuchar los ayes de los que vagan, desorientados, entre los hogares vaciados y la cultura que ellos crearon, como opinaba Miguel Delibes y que la ciudad y sus criaturas se encargarán de destruir.

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