Diario de León
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Alrededor de una mesa unos cuantos intentábamos —bastante azorados— alguna conversación. Algunos se conocían entre ellos, aunque poco. Otros, como era mi caso, nada y a nadie. Una de esas reuniones algo incómodas, en las hay que aguantar un poco, sencillamente porque hay que aguantar, sin entrar en más detalle. Me pude permitir ser bastante parco en palabras y gestos y dedicarme a observar. Sonrisas —con mascarilla— forzadas, conversaciones sobre lugares comunes, esa desconfianza hacia el que tienes enfrente por si te puede transmitir el virus o no…

Y esa distancia «social» que se mantiene desde ese 2020 de yerbas altas y cielos limpios y que conlleva que a veces, aunque pones cara de que te has enterado de lo que han dicho, no has «cogido» nada. Y en la conversación, por supuesto, la pandemia con todos sus aditamentos.

Uno de los contertulios, con ganas de dirigir la charla y atraer la atención soltó la frase: «pues detrás de esta ola ya viene otra…», lo que desató por trillonésima vez lo mismo: que si el comité de expertos, las vacunas, un cuñado mío que dice…, el «yo todavía no huelo, pero total para lo que hay que oler…». Les reconozco que entré en un estado de sopor que se me despierta cada vez que estoy inmerso en conversaciones apasionadas sobre temas donde se nota que el personal no tiene ni puñetera idea. Es hablar por hablar sin ningún tipo de interacción o de empatía.

Algunos sabemos que no hay mejor caricia que la de la mano áspera y añosa. Sorprende, al principio, por su aspereza pero luego su sinceridad (como el vino recio) te deja un calor intenso y alcanza el rostro en el momento de la mayor flaqueza

Y es que desde que entró la peste y se instaló en nuestras vidas y, más recientemente, la guerra cercana que podría estallar en el Este de Europa no andamos muy sobrados ni de cariños, ni de abrazos, ni de besos a ningún nivel; casi ni en casa.

Esta distancia prudente en la que vivimos se ha llevado por delante, entre otras cosas, esa costumbre, que debe estar ya en el catálogo de los micromachismos, de saludar con la mano a los hombres y dar besos a las mujeres. La verdad es que era algo muy prescindible y, lo mismo, esa costumbre se marchó para no volver.

En resumen, que los contactos físicos brillan por su ausencia y hasta están bajo sospecha y nos está empezando a ocurrir como a esas sociedades más frías, de latitudes más frías, en las que un acercamiento demasiado cercano, un beso lanzado, una mirada directa, nos produce una sensación de invasión difícil de reconocer, pero que es real.

Llama también la atención esa efusividad «tan nuestra» que anda por ahí despistada. Latinos que somos no sabemos si volverá (esperemos que sí). Hoy miro el famoso beso en los morros ente el ruso Brézhnev y el alemán Honecker, que fue reproducido en el muro de Berlín, y lo que antaño causaba estupor hoy es algo más «gástrico».

Y las caricias, ese invento distinguido, sutil y a la vez potente. Ese acercamiento que no deja nada rotundamente claro pero invita a abrir puertas. La verdad es que hoy se usa poco. Estamos en una situación demasiado franca y directa. Las caricias eran (esperemos que vuelvan a ser) un gran elemento de comunicación.

Algunos sabemos que no hay mejor caricia que la de la mano áspera y añosa. Sorprende, al principio, por su aspereza pero luego su sinceridad (como el vino recio) te deja un calor intenso y alcanza el rostro en el momento de la mayor flaqueza.

Es una mano que sabe de dolores, desesperanzas, de hijos perdidos, de dentelladas, de amores contenidos y que, al final, después de mirarte con compasión «te hace sacar» tu relato porque no puedes más con la carga. Ahí es cuando esa persona —a través de sus manos recias— habla en silencio con un ritmo de tic-tac de reloj de pared. Y que sirve de sanación, de expiación por la vieja culpa mal ubicada por ahí dentro.

Y al final esa mano, con tanta vida vivida, acaba poniendo su peso —tan leve como ese peso que alguno dijo que tiene el alma— y te invita a bajar la cabeza y a llorar tu desesperación. Es la única manera de empezar a remontar.

Me valen todas las caricias, pero echo de menos las sinceras. Igual ocurre con los saludos y los abrazos.

Habrá tiempo para analizar que significó esta pandemia para la sociedad mundial. Cuando acabe, claro. Todo lo demás, son conclusiones apresuradas. De momento, todo pospuesto. Las caricias, parece que también.

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