Diario de León
Publicado por
Jesús Epalza
León

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Continuación de la Tribuna publicada en este mismo diario el 12 de mayo, donde se reflexiona acerca de la relación entre la pérdida de nuestra identidad judeocristiana y los padecimientos actuales, tomando como referencia la cobardía europea en los acuerdos de Múnich, caldo de cultivo de la Segunda Guerra Mundial. No comencé por causalidad, en «El médico y el viajero», hablando del amor en «Historia de dos ciudades»; fue en el contexto de la anticristiana Revolución Francesa donde adquiere especial significación el sacrificio de un hombre para salvar la vida de otro, siendo este, ni más ni menos, que el marido de la mujer que él ama.

Toda una vida miserable no es bastante para evitar un último capítulo de la verdad redentora, «la verdad del amor, la misteriosa redención que el amor hace posible (pg. 16)». Y aquel abogado, que antes no creía en nada, camina ahora decidido hacia el cadalso, y más vivo que nunca en el espíritu de la piedad. Es solo un hombre frente al Reinado del terror, como David.

Desde aquella Revolución, que era solamente odio y sangre —«el hombre sólo será libre cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del último sacerdote»—, nos sigue golpeando su resonancia en el vacío, una vez que el Estado, vaciado de la Verdad Cristiana, ha ocupado los espacios de la «antigua» fe. El Estado es ahora Dios, en el trono de la razón supuesta.

Pero la razón no era el argumento que hizo entregar su vida a Sydney Carton, ni aquello que movió a San Maximiliano Kolbe a dar la suya por el padre de familia que iba a ser asesinado en Auschwitz, sino el espíritu de la Piedad. Es el espíritu con el Jesucristo mira a Judas después de haberle dicho: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?».

Lo que está mas allá de la razón es lo que no se puede decir en palabras, ese insondable amor al prójimo, el sentimiento que nos permite identificarnos con Él. En hebreo, piedad (misericordia) es «rajamim», que deriva de la palabra «rejem», útero, donde se crea el vínculo esencial. Dios es «rajum», piadoso.

¿Cuánta compasión y misericordia quedan? En el genocidio de Ucrania —así como ocurrió en el del Ruanda en 1994— todos conocen lo que está sucediendo. No obstante, prevalece el negocio, no la piedad. Rusia continúa recibiendo dinero para financiar la masacre. Pedro, en sus epístolas, nos dice que la piedad nos libra del amor al dinero, pues su ganancia está en la libertad. (ITim 6-10) (Remito a mi texto Barbarie y Libertad , del 22 de marzo).

La piedad ve con otros ojos porque la piedad ve los ojos del Otro. Y, sobre todo, ve al que nadie quiere ver, al invisibilizado. A quien, tras recorrer ese «Ordoño de vanguardia» que ha costado medio millón de euros, te encuentras en el parque de Papalaguinda con los ojos medio cerrados por el desconcierto y te dice con toda la elocuencia del dolor: «tengo hambre, tengo frío y ayer no me dieron de comer porque no tenía el euro». (Y esto no es ninguna exageración de pobre; bien lo he podido constatar por otros testimonios)

O quien, cuando se dirigía al refugio de Calor y Café, se ha caído en San Pedro, pero mientras llega el auxilio requerido (no podíamos levantarlo, por su peso, ni debíamos, en su condición) nadie tiene un manta para proteger del suelo; ni el trabajador del albergue, donde no sobra ni una, según dice, ni los policías, en el coche patrulla, que aluden, casi entre dientes, a cuestiones del presupuesto… (Eso sí, a falta de medios, les sobraba dignidad). Pero no son estos ejemplos sino una muestra de que cada vez hay menos para los que menos tienen (aplíquese en el ámbito que se considere; especialmente en el acceso a la energía, a la sanidad —puedes morir de pena esperando tratamiento—, o a la alimentación: millón y medio de familias en las colas del hambre), al tiempo que los millonarios aumentan.

Es paradójico que el instigador de aquella fiesta en honor al Ser Supremo, la Razón, muriese en la guillotina. Pero esa es la consecuencia natural del orden materialista: terminar aplastado por sus propias cadenas. Y en aquel estallido de furia no había otra cosa sino la imposición de las filosofías materialistas, cuya resonancia, en forma de descristianización, ha ido debilitando los cimientos a partir de los que se construye la identidad europea, cuya visión del mundo parte de un principio necesario: el sentido de lo trascendente. Y esto es posible, solamente, porque Cristo se ha hecho hombre.

¿Qué queda de esa visión? Es decir, ¿hasta dónde está infectado el árbol de la vida? Del amor generoso y desinteresado de la piedad cristiana al utilitarismo que venenosamente germina desde la toma de la Bastilla (y también antes) ¿se ha recorrido un camino sin retorno?

Esta concepción de la vida en la que el hombre es solamente un animal con grados de sensibilidad diferentes, ¿qué nos deja? La sociedad del placer/objeto (perdida en el placer, puesto que al carecer de algún valor más allá del placer mismo, es este siempre insatisfecho y es insaciable siempre: toda su trayectoria es un regreso hacia el mismo vació del que partió), la insensibilidad ante el dolor del otro. Y así como todo sistema —biológico (un órgano) o social (la familia) o político (cultura compartida)— va degradándose a causa de la pérdida de su consistencia interna, la salud de la civilización europea ya está comprometida cuando a través de la confrontación y la destrucción de la moral cristiana se pretende aquello de «libertad, igualdad, fraternidad». (Tampoco este pseudo proyecto de la «unión» europea ayuda mucho, pero es obvio que quien desconoce su procedencia tampoco puede conocer adónde va).

Ahora bien ¿puede esta pérdida de la identidad cristiana explicarse sin la responsabilidad de quienes más y mejor deberían representarla? Amenazas del exterior nunca han faltado desde aquellas persecuciones donde se llegaron a prohibir las Escrituras. (La misma fatalidad paradójica que encontró Robespierre la encontró Galerio, principal instigador de las purgas hasta que, comido por el cáncer, firmaría que dejaran en paz a los cristianos en aquel famoso Edicto de la tolerancia, pidiéndoles, incluso, su oración por la salud el Imperio). Pero es desde dentro del cristianismo donde está la verdadera amenaza. Y la fractura.

No son los políticos, ni el rey, ni las revueltas, ni el siglo, ni la mundanalidad ni el largo proceso de desafección del que fuera creyente. El origen está en que quienes tienen que defender al cristianismo lo defienden mal, o del peor modo posible: viviendo (o actuando) en permanente contradicción con su palabra. Y, sobre todo, con la Palabra.

Pero sería excesivo enumerar aquí (otro día…) la anchísima lista de incongruencias que han ido vaciando las iglesias o han apartado a los jóvenes del culto. Lo resumiré así: falta ejemplo, falta ejemplo, falta ejemplo. Que es lo mismo que decir: falta la fe.

Y para terminar con este artículo de estampas de la miseria común, sus egoísmos, sus pobres y sus pobres de espíritu, me viene a la memoria aquella misa en San Marcelo, con motivo de la celebración de la festividad del santo, en la que pude constatar, de nuevo, lo lejana de sus fieles que parece la Jerarquía de la Iglesia. (Y sobran los ejemplos para decir que, salvo casos excepcionales, como el Padre Ángel, no solamente es apariencia, sino fondo vital).

En aquella misa, digo, cuando aún nos dominaban las mascarillas, pero podíamos mantener los ojos abiertos, resultó especialmente encantadora una escena al terminar la celebración, mientras abandonábamos el templo, mezclándose pueblo llano y autoridades en la pequeña travesía hasta la puerta donde algún celebrante aguardaba para la despedida, que se iba administrando con exquisita precisión: a este sí-a este no-a este sí. Es difícil pensar que los apóstoles, no digamos ya Cristo, hubieran distinguido, a la hora de repartir el entusiasmo de los bellos saludos (manos, mirada, aliento) entre los dignatarios y los simples fieles.

La crisis, ya desmoronamiento, de la civilización occidental es el reflejo de una pérdida: su identidad cristiana. Sin su reparación no queda sino la barbarie.

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