Diario de León
Publicado por
Jesús Epalza
León

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Como si fuera un náufrago. En el medio de la calle Ancha, haciéndose visible, o intentándolo, a su manera. Las olas son del frío; está asentado en su pequeña tabla salvavidas, un cartón, su cazadora, pero la superficie del suelo está helada. Y hiere. Aun así, bracea, en ese mar de piedras, para seguir llamando la atención: eh, estoy aquí debajo, oídme. Pero los hombres pasan como los barcos en la lejanía para quien les llamase en alta mar, mientras se escuchan las sirenas del viento que congela hasta las manecillas del reloj de San Marcelo.

No deja de sonreír mientras sigue acercándose con la mirada a quienes pasan cerca. La voz apenas sale, congelada también. Pero esto no es el mar, solo un mar metafórico. No es la lucha del hombre contra el azar de la naturaleza y su depredación ciega. Eso es inevitable. Y, sin embargo, el hombre ha dominado la naturaleza hasta modificarla a su beneficio. Y llegará el día en que obtenga energía casi infinita de una sola partícula. Energía para calentar una ciudad entera; y el suelo mismo: habrá suelo radiante y las ciudades se cubrirán con bóvedas en las tormentas máximas. ¿Pero dejará de haber pobres? ¿Dejará de haber náufragos en las ciudades perfectas? No es cuestión de recursos.

En un artículo publicado el veintidós de junio del año pasado, en este mismo periódico, comenzaba exponiendo lo siguiente: «No es una fantasía de pobres ni de descarriados; la Constitución española, en su artículo 47, impone la siguiente obligación: los poderes públicos promoverán las condiciones para hacer efectivo el derecho al disfrute de una vivienda digna (…) Y es evidente que todo esto se incumple (…) León es una estela interminable de pobres. Pobres de toda clase y condición: delgados, gordos, hombres, mujeres, lúcidos, locos, que se asoman a la vida de la ciudad tras el telón de acero de la pobreza que los separa irremediablemente. Mirando desde el suelo, el ser humano deja de sentirse humano: se piensa algo menor, algo difuso que no alcanza a ser real en las miradas de quienes le contemplan desde la altura del dinero (aunque sea poco). Hay pobres con vivienda, pero el que no tiene donde vivir es un pobre de otra categoría: no se tiene a sí mismo. La vivienda, la casa, el lugar donde habitar no dan forma a una causa suficiente para la identidad vital, pero sí necesaria: conforman la distancia desde la cual el hombre pueda concebirse a sí mismo como real, distinto, subsistente; es decir, que existe con todas las condiciones propias de su ser y su naturaleza. Su humanidad».

Exhortaba, entonces, a las «autoridades» políticas, cuando había tiempo suficiente, a que hicieran, simplemente, su trabajo: servir a quien les paga que sean servidores públicos.

La vida sigue igual. El frío no cesa. León amanece a golpes de ventarrón, de escarcha. Y mientras se discuten las facturas de los viajes de lujo a ese país que durante la celebración del mundial hizo un paréntesis en la conculcación constante de los derechos humanos, como una concesión magnánima por el bien del furbo, del espectáculo y del dinero, y mientras eso ocurre, digo, siguen viviendo aquí los pobres en las zanjas del frío, sacando la cabeza del frío, irguiéndose desde la oscuridad de su naufragio civil.

«No quedan plazas». «Me han dicho que tal vez haya una la semana que viene o, como mucho, dentro de dos semanas». «Hay una lista». «Ahí van poniendo cuantas camas quedan». «Cuatro, cero, una». ¿Y en «Calor y Café»? Tampoco quedan… Nada. Y sonríe.Pero tiene que encontrar algún otro sitio, aquí no puede estar, razona una mujer que ha levantado su corazón del frío para verle, para mirar hacia ese bulto en medio de la calle Ancha. «En cuanto tenga los cuatro euros que faltan para pagar el hostal, me macho».

No hay nadie muriéndose de frío en las calles por falta de recursos. ¿Cuánto dicen que ha costado el viaje al mundial de la infamia? ¿Cuánto cuestan los viajes de lujo, para nada, de los políticos? ¿Cuánto cuestan sus aviones, sus dietas falsificadas? No es voluntad del pueblo que ellos lo tengan todo, o más, y otros se hielen en el frío de la Calle Ancha y de las Calles Anchas de León y de España.

Hay que cumplir las leyes y la Constitución es clara. Lo dije y lo repito: dejar morir, teniendo los recursos, y, por lo tanto, la obligación de impedirlo, debería ser considerado un homicidio. Pero hay, faltaría más, categorías de muerto. Y nadie ha reclamado nunca al estado por un indigente —por un bulto aceptado en el paisaje del bienestar como una especie de defecto perdonable— que no estuviera a la mañana siguiente.

La lista de las camas es una vergüenza, de las camas que faltan, quiero decir. Pero, sobre todo, subrayo, debe ser un delito.

«Ya me queda menos para pagar el hostal. Muchas gracias».

Me consta que José puede comer en Cáritas con un euro al día; el resto es para pagar el hostal, cuando puede pagarlo… Hasta que en una de estas noches quede libre una cama, de las pocas que hay para todo León, o el político tenga, en el cumplimiento de sus obligaciones, tan generosamente retribuidas, la decencia para arrojar, al menos, un salvavidas al náufrago.

Qué menos.

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