Diario de León

Duelo de titanes

Mientras Djokovic hizo lo que pudo para ganarse el favor del público; primero, con chirigotas y cierta risa ante la audiencia; más tarde, mediante un juego exultante que doblegaría al artista Federer y al gladiador Nadal. Sin embargo, ni su gracia, ni sus éxitos deportivos, consiguieron aplacar esa enorme ansia de reconocimiento que palpitaba en su corazón

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Sguro que alguna vez se han preguntado qué determina el éxito o el fracaso de nuestros proyectos o cómo influyen las diferencias entre los seres humanos a la hora de los resultados. Porque como dice el refrán gallego: «Haberlas haylas», o ¿no?

Es sobre esto que pretendo reflexionar someramente, teniendo como referencia el mundo del deporte, en concreto, el del tenis, a partir de un preámbulo inicial.

En el curso de la humanidad, se ha creído siempre en la existencia de «algo» que viene predeterminado en el sujeto, como una marca que dirige sus pensamientos, actitudes o habilidades instrumentales capaces de orientar sus actividades y resultados. Es ese mismo «algo» que en la antigüedad era nombrado como destino o «Moira», de amplia resonancia con el inconsciente freudiano y el deseo.

Acerca de este punto, Freud aludía, siguiendo el modelo biológico de su época, al enigmático abanico de lo constitucional o inmodificable, lo innato, como ese «algo», que ahora con la genética, ha adquirido un soporte muy técnico pero lejos de aclarar el devenir de un sujeto.

Otro elemento a pensar en el curso de nuestras vidas, sería el factor adquirido en la experiencia a partir del aprendizaje de conductas o habilidades gestadas con el entorno, en un marco en el que no hay que olvidar la dimensión de lo afectivo. No en vano el refrán nos recuerda que: «La letra con sangre entra», pero «con dulzura y amor se enseña mejor».

Cabe citar también en el horizonte del porvenir humano, el encuentro contingente en el que se pone en juego lo constitucional y lo adquirido, para determinar ese resultado que hará reír, vibrar, llorar o caer en el más puro mutismo, a partir de un escenario que acoge el imprevisible «azar».

Misterioso azar que, tanta incertidumbre como chispa, genera en nuestras vidas, para marcar un antes y un después mediante la llegada de lo nuevo.

En síntesis, ¿será lo constitucional o el esfuerzo labrado en el aprendizaje o la simple fortuna, lo que tejería nuestro destino, o bien, una mezcla de proporciones paradójicas para nuestro cabal entendimiento?

Desde luego que estamos muy lejos de comprender el embrollo de actores que tejen nuestra vida, aún cuando hoy se pretenda dar solución a todo a partir del paradigma «bio-psico-social».

Pero lo cierto es que siempre hemos estado buscando sus causas y lo que ha ido variando son las lentes con las que mirar e interpretar el escenario en el que se desarrolla nuestra existencia.

Por ejemplo, si nos atenemos a la Antigüedad, esa época en que los dioses aún tenían capacidad para influir en el destino humano, eran ellos y la diosa fortuna, nuestro azar, quienes señalaban la marca y el juego que determinaba el camino de cada uno. De ahí la necesidad de no despertar su suspicacia mediante el cortejo de ofrendas y rituales que, en cierta manera, aún perdura entre nosotros por otros cauces demasiado olvidados por la ciencia.

Y ahora una pregunta: ¿Habrán estado los supuestos dioses observando la última hazaña de Carlitos Alcaraz?

Muchos de ustedes habrán podido contemplar el partido entre Djokovic y la revelación española del tenis.

No cabe duda de que estos dos tenistas, junto a Federer y Nadal, forman parte del «club de elegidos», que acoge las proezas de la historia de este deporte. Y, sin embargo, todos ellos son muy diferentes a la hora de mostrar su selecto «saber hacer».

Antaño se pensaba que las gestas de cada uno recaían en la elección dictada por los dioses; más tarde, se pensó en el talento otorgado por la «Madre Naturaleza», el esfuerzo individual o la suerte. Y ahora qué cada uno dilucide en qué radica este acto que marca la diferencia entre nosotros, una vez que dicen, que los espíritus divinos han desaparecido del escenario humano.

Hubo un tiempo en que Federer se repartía con Nadal las anheladas hojas de laurel, acaparando entre ellos los trofeos en curso. Al primero, se le recordará como el mago del tenis; el deportista capaz de hacer arte con su juego mediante cualidades apolíneas, de belleza inusual en el ejercicio de los movimientos, en donde la naturalidad de sus gestos no era más que el reflejo de la armonía que rige el Universo. Era como si la raqueta no fuera más que un apéndice grácil de su propio cuerpo. Pero como todo artista, Federer sufrió el abandono momentáneo de la inspiración, del genio divino, con la subsiguiente inestabilidad en su juego, y la certera caída que promueve la inevitable llegada del caos.

Por el contrario, Nadal estaría más emparentado con el temple de Dioniso. Tanto sus gestos como su propia presencia en la pista, eran pura fuerza, movimiento, tesón, constancia y, sobre todo, potencia mental. Era brutal su manera de salir al escenario con movimientos rápidos, en plena tensión y sin pestañear lo más mínimo, tratando de mostrar esa seguridad y confianza que sabía irradiar por doquier.

En cierta manera, era también la forma de atemorizar mucho antes de que el certero golpe relanzara la bola con un magnetismo difícil de doblegar.

En su lucha sostenida contra Federer, hay que reconocer que Nadal brillaría cada vez más, hasta arrebatarle el lugar soñado en el Olimpo. Lo cual no quita que, tanto el público como los «dioses» patrocinadores, hayan sentido un afecto muy especial por la magia divina del suizo.

Todos recordaremos su abandono de la escena, encharcado de lágrimas —las mismas que había rociado en la hierba prometida en su derrota—, mientras un conmovido Nadal le sujetaba las manos con la sensación de que en ese abandono estaba también el suyo propio. Y todo bajo la atenta mirada del que se vaticinaba como el nuevo profeta de la pista capaz de derrotarlos en sus escenarios más preferidos: el serbio Djokovic.

Y así fue. Retirado Federer y también Nadal, fruto de múltiples lesiones acaecidas en mil contiendas de actividad tan implacable como exigente, Djokovic recogió el testigo, aunque «sabedor» de que no era el favorito popular, ni tampoco en cierta manera del destino que se acercaba.

Y ahí surgió inesperadamente un nuevo titán. Y digo «titán» porque ni Djokovic ni Carlitos gozan aún del amparo divino, puesto que ambos están ahora en lucha para desbancar a los antiguos hijos de Apolo y de Dioniso.

De ese modo, mientras Djokovic hizo lo que pudo para ganarse el favor del público; primero, con chirigotas y cierta risa ante la audiencia; más tarde, mediante un juego exultante que doblegaría al artista Federer y al gladiador Nadal. Sin embargo, ni su gracia, ni sus éxitos deportivos, consiguieron aplacar esa enorme ansia de reconocimiento que palpitaba en su corazón.

Y, en ese mismo instante, en la hierba gloriosa de Wimbledon, junto al fragor que dicta la juventud y la osadía del que ya no tiene miedo a la victoria, nuestro «Carlitos» supo salir airoso de las estratagemas del serbio. No sólo de la experiencia y las artimañas de un urdido Ulises capaz de desplegar su destreza técnica, capacidad mental o esfuerzo físico, sino sobre todo, del miedo a vencer a una leyenda que se disponía a reinar sobre el querido césped del mago Federer.

No lo consiguió. Y, en su fracaso, se desplomaría en la misma hierba, no solo por el cansancio sino fundamentalmente por la impotencia para doblegar a un joven e intrépido murciano, que le hizo romper la raqueta en el fragor de una contienda, que él mismo sentía como perdida.

Y así, de ese modo, nuestro valeroso Carlitos, se encumbraría momentáneamente en la colina del Olimpo para saborear la gloria terrenal.

Está aún por ver si el destino, que no es otra cosa sino que el juego del inconsciente, que anima el talento y lo adquirido, amén de la fortuna que siempre estará presente en nuestros asuntos, le concederá o no su propio lugar.

Pero lo cierto es que hace poco hemos podido ver con nuestros ojos la llegada de un Carlos Alcaráz convertido en el nuevo Aquiles del deporte.

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