Diario de León

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Hace cuarenta años que vivo en nuestra ciudad pero en ocasiones viajo al lugar que me vio nacer y crecer, en el que la juventud, la belleza, el ocio y la diversión son manifiestos, pero también algo más.

En los últimos tiempos ha mejorado ostensiblemente su aspecto. De la suciedad de sus calles y la madeja de obras que cegaban sus grandes avenidas, se ha pasado a espacios mucho más ordenados, limpios y de amplias aperturas diseñadas para pasear, mirar sus edificios históricos o aumentar los múltiples contactos que las grandes urbes facilitan.

En cierto modo, y es todo un acierto urbanístico en el «perímetro central», no hay callejón que no haya sido remodelado, maquillado o modificado drásticamente en algo más que un simple lavado de cara. Y, sin embargo, sus contornos perfilados a golpe de incierto talonario, permiten seguir reconociendo su silueta de líneas claramente clásicas, como si los añadidos no hubieran podido desfigurar ese lustre tan añejo que siempre había hecho gala.

Es cierto también que algunos de los edificios y escenarios más emblemáticos, que glorificaron diferentes personajes de las letras, las artes o la política, de nuestro país, han desaparecido para siempre, dejando tan solo en sus renovadas fachadas el recuerdo de sus acontecimientos mediante pequeñas placas con inscripciones sumamente escuetas. Pero así es el empuje de una modernidad que, en ocasiones, no admite guiños ni complacencias con el pasado.

No sé si la multitud de viandantes apresurados por recorrer lo que la gran urbe puede ofrecer, se dejaran seducir momentáneamente por la historia que inunda sus rincones; pero lo cierto es que en estos últimos años se ha tratado de reivindicar el valor histórico que cada esquina esconde.

No obstante, esta apreciación de visitante ocasional que guarda en su memoria el recuerdo de la que en su día fue su residencia más querida, puede chocar con la idea que tienen los habitantes del lugar, absortos en el trasiego de jornadas laborales interminables y de descanso en barrios que, presumiblemente, no gozan del mismo privilegio que los espacios de la zona centro.

Y es que ya se sabe, que las periferias siempre han estado infravaloradas o abandonadas a su suerte, en demasiadas ocasiones, una vez que la interesada mirada del turista se despreocupa por completo de su visita. Y, sin embargo, son éstos mismos espacios los que habitan la mayor parte de la población, algunos en jornada completa, como es el caso de la población anciana más preocupada por el desenlace de rutinas cotidianas que por la mirada contemplativa o estética de la ciudad.

No hay más que observar su paso lento y triste por los distritos en busca del alimento que calme su necesidad, apoyando sus temblorosos cuerpos en carritos, bastones o manos extranjeras, mientras los turistas se entretienen en otras latitudes, disfrutando de todo eso que para ellos es tierra baldía.

Entonces, ¿para quién se fabrica toda esta remodelación urbanística tan exquisita y de tintes culturales en mosaico?

Porque hay algo que sí ha cambiado en el «perímetro centro» a lo largo de todos estos años, que tiene relación con el hábitat propiamente humano, hasta el punto de que uno se pregunta dónde están sus ciudadanos más castizos; esos mismos que pagan los impuestos o que están censados en todos estos parajes actuales de pintorescos adornos.

Por ejemplo, cuando era joven y utilizaba los medios de transporte de esa ciudad, era muy difícil ver población emigrante o turística durante el recorrido. Hoy en día lo imposible es no verlos por doquier, tanto en su versión de ocio privilegiado como de jornaleros de servicios y otras empresas afines. Los primeros, recorriendo con mirada oblicua los espacios más culturales; los segundos, difuminados por todas partes con movimiento cansino. Y, todos ellos, cabizbajos, con el susodicho móvil entre los dedos, dejando entrever que el contacto humano real cada vez interesa menos.

Es la nueva fisionomía de una ciudad que antaño me resultaba muy distinta de las grandes metrópolis europeas que conocía, pero que ahora, pienso, goza de sus mismos problemas técnicos y humanos, con el frecuente y ensordecedor ritmo de ambulancias y de coches policiales peinando sus zonas.

Y luego está la frecuente mendicidad que reina en sus calles, o el vagabundeo de la población psiquiátrica merodeando entre las basuras, ubicándose aquí y allá con soliloquios y miradas que parecen insensibles al frío o el calor, para pernoctar después caprichosamente en los lugares más inverosímiles. Y, cómo no, también están los alcohólicos más inveterados que dejan caer su sueño en la alfombra de las calles, bajo la mirada de policías que los conocen suficientemente, pero que no quieren perturbar su ebria ensoñación.

¿Cómo serán sus modorras más profundas?, ¿cómo afrontarán el despertar pensando en su nueva pesadilla? O, lo que es peor, ¿cuántos de ellos habrán abandonado este mundo completamente desamparados, bajo el manto de su propia narcosis?

Me resulta impresionante cómo esta ciudad, que siempre había sido tan acogedora con todos, independientemente de su lengua o procedencia, puede ahora dormir tranquila ante el desperdicio de tantas vidas humanas que la visitan incesantemente sin solución alguna.

Y así es. La estética nueva y limpia de sus calles, no está reñida, como en cualquier otra gran urbe, con todas estas existencias sin esperanza que, quizá, algún día también se habían ilusionado con las formas y contenidos de esta ciudad, de enorme potencial humano.

Cuando regreso a nuestra localidad no dejo de pensar cómo podría invertirse aquí para ganar en urbanidad sin el coste en vidas, que toda gran ciudad mantiene en secreto. Porque León también está haciendo un enorme esfuerzo para iluminar sus monumentos, embellecer su patrimonio, congregar exposiciones o fomentar actos culturales. Pero no olvidemos que aquí también, en nuestra ciudad, está cambiando el hábitat humano y su ritmo de pequeña villa, en la que a veces uno percibe el abandono de la periferia y de sus gentes.

Sí, las grandes urbes no sirven para vivir, pero las pequeñas deben de hacer un esfuerzo para vivir sin destripar por completo sus entrañas.

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