Diario de León
Publicado por

Creado:

Actualizado:

No les descubro nada. La edad de jubilación es una edad que alguien calculó para poder dar a las personas un tiempo de descanso remunerado después de una larga -a veces penosa- vida de trabajo y al poco tiempo pasar a ser una foto enmarcada en el salón que al verla se echa un suspiro. Mejor no saber si por pena o por alivio.

Pero ahora, vivimos más y cada vez mejor. Y así estamos que los 50 son los nuevos 40 (o menos) y a los 70 algunos se tiran en paracaídas. Y así están los grupos de WhatsApp de «familia» en donde casi todos estamos y los pobres nietos ven con cierto bochorno como el abuelo se atreve con todo aquello que hacía 20 años le hubiera parecido una burrada.

Esa vitalidad también ha traído inconformismo. Lo de «aguantarte con lo que te toca» como que no. Si algo no nos gusta pues a cambiarlo. Y eso vale para la dentadura, para el vello, para el cuarto de baño, para las amistades…

Ha llegado también a los nombres. Lo de las mascotas se ha desbordado y es cada vez más frecuente ponerle nombre de persona a perros y gatos (visto y escuchado por el que escribe). No sé si ocurrirá lo mismo con un hámster o con una iguana, pero todo llegará.

En paralelo, también vemos como la gente «evoluciona» sus nombres con apodos lejanos al nombre original. Supongo que se trata de ir acercando la personalidad del sujeto al nombre que use.

Vamos, que los nombres de las personas son como las marcas. Y si son marcas pues también se van cambiando con el tiempo. Hablando el otro día con mi madre le comenté que me hubiera gustado llamarme Santiago. Y ella me contestó: «Eso ahora, porque de mucho más joven te querías llamar tal y tal…» Yo no lo recordaba pero me pareció casi lógico lo de ir cambiando el nombre igual que se cambia el peinado o cambian el nombre de la calles.

Como la historia corre a tanta velocidad convivimos con personas a la que por suerte o desgracia les tocó el nombre según caía en el santoral, lo cual era costumbre sobre todo en pueblos y aldeas. Al que tenía suerte le caía un nombre que resistía bien el paso del tiempo. Eso o que sus padres eran visionarios y no querían tener una bronca con el hijo/hija cuando fuera consciente del nombre que le había caído en gracia. No hace falta poner ejemplos. Eso incluye el célebre nombre de Cojoncio del que nunca se ha sabido realmente si fue persona que vivió e hizo méritos en esta tierra o fue solo una licencia literaria para aumentar la leyenda del autor que le lanzó a la fama.

En estos casos —de nombre difícil— es cuando nos encontramos con que el portante lo cambia o se deja mimar por el uso de barroquismos churriguerescos del estilo de Chuli, Tete, Tatio, Chini, Keky… para aflojar la presión de un nombre con sonido duro, con resonancias de muerte en martirio o que sencillamente «le cae raro». Lo importante es sortear la palabra atronadora, la que rompe el encanto de una tarde tonta en un sitio de moda.

A esta alturas, con la que está cayendo, creo que deberíamos aceptar la ayuda de la tía Amnis (es decir, le damos la vuelta al nombre) y la convertimos en un personaje que con su sola mirada alivia de penas y condenas, pesares y agravios y los hace desaparecer a todos aquellos que cargan con ellos. Una buena manera de no pronunciar la palabra incómoda pero que sus efectos beatíficos se extiendan por los que los solicitan y están mercando con ellos.

tracking