Diario de León
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Voy con menos frecuencia de la deseada a la casa del pueblo. Siempre digo que «a descansar». El descanso consiste en que a la vuelta regreso con un buen palizón por todo lo que uno tiene que hacer para mantener aquello en estado más o menos de revista. Todos esos pensamientos sobre lo bucólico, la descansada vida y la «supervisión de nubes» de la que hablaba algún primer ministro esperan su ocasión.

La casa en cuestión no está lejos de donde resido casi todo el año, pero ya es en otra provincia. No daré más datos pero a buen entendedor… Fue integrada por decisión del Tribunal Constitucional en 1984 a Castilla y León en contra del sentir mayoritario de los habitantes que no querían esa integración y preferían, llegado el caso, ser autonomía uniprovincial, como hay otras.

Al cambiar de provincia y de comunidad autónoma (también de región que es lo que de verdad me importa) se crea la sensación de «haber viajado» aunque no hayan sido muchos kilómetros, creándose ese confort de estar en un lugar remoto por unas horas o días, lejos de lo que al poco tiempo se recorre de vuelta.

Por allí, varios meses al año, huele a leñas quemadas en estufa con lo de atávico que eso tiene. A su vez, como hay «montaña-frontera» de por medio, el acento en el habla también es diferente.

La mente definitivamente decide ponerse en modo «off» ya que no hay nada relevante que uno pueda aportar a las gentes o al lugar. Se trata simplemente de ver y sentir. Respirar su aire más frio, subirse el cuello del abrigo cuando te agarra un viento que se ocultaba tras una esquina o cambiar unas palabras con esa persona que uno conoce pero (maldita mala memoria) no recuerdas el nombre.

Momentos trascendentes son los ratos en el bar. Lo del bar, ya sé que en cualquier sitio, pero en los pueblos… Ocurren muchas cosas en esos encuentros: el pequeño negocio, la pendencia que nace y la que se deshace, una celebración grande o pequeña, una bofetada a la soledad no deseada, saber que están todos por este planeta ya que han pasado por allí en los últimos días… Y por supuesto, la preocupación si alguien falla durante más días que los acostumbrados.

Alguna vez, tras una ausencia de alguien más larga de lo habitual, procede la visita con la Guardia Civil a su casa para encontrar que el cansancio de vivir le llevó a marcharse sin despedida. «Se veía venir» siempre algunos comentan.

En una de aquellas mesas del bar suele estar Salvador. Algo le trato y conozco parte de su historia. Las ciudades, en su crueldad, tienden a orillar al que no sigue el ritmo, al que no está plenamente adaptado, al que no se recuperó bien de un revés. Aquí parece que se siente de otra manera, corre más aire entre unos y otros, no hay preguntas con doble sentido y es fácil enhebrar una charla, una más, sobre los temas de siempre para que la tarde camine, con pereza, hasta el siguiente día.

Salvador sale de casa, hace sus compras, pasea, acompaña a algún familiar y traba conversación en la calle preguntando con interés por todos los tuyos. Su mirada es confiada. Le observo cuando camina, casi siempre solo. Su caminar es digno; no es el de un perdedor que ni es ni lo siente. Es el paso firme del que ha hecho mucho e intentado todo. Es esa sutil diferencia con respecto al que sale a la calle como si acabara de pasar la aspiradora o del que pretende agradarse y agradar.

También le veo cuando se sienta en los meses cálidos en la terraza del bar. No mira su vaso o a la mesa derrotado; siempre mira lejos. Como si esperara algo o a alguien.

Aquel día, de mesa a mesa hablamos hasta que vino donde yo estaba y se acomodó. Charlamos con esas pausas (imposibles en una charla en la ciudad) entre lo que te dicen y tú dices. Del verano al calor y de ahí a la piscina y luego a las pozas donde gustaba llegarse caminando y bañarse.

Mirando lejos me confió que él entendía que la felicidad era todos los días y también alguna vez en la vida, aunque fuera solo la ilusión. Atado a un cuerpo y a una vida que lo limitaban me dijo que la felicidad está en saber comer y beber despacio y también en bañarse en un lugar que había visto en un documental.

Adelantándose a lo que yo pudiera pensar me dijo: «bueno, allí iré: será en esta vida o en la otra». Yo no pude responderle nada y así siguió la mañana.

Le sentí en paz y yo, por dentro, mejorado. Hay tiempo para todo.

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