Diario de León

Domingo de Ramos: Pórtico de la Semana Santa

Francisco Javier Gay Alcaín

Francisco Javier Gay AlcaínDL

Publicado por
Francisco Javier Gay Alcaín
​Vicario general de la Diócesis de Astorga
León

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«Tanto amo Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

Este breve versículo, situado en uno de los primeros capítulos del Evangelio de San Juan, sintetiza en cuatro rasgos lo que los cristianos celebramos en la que para nosotros es la semana principal del año, aquella en la que revivimos los misterios centrales de nuestra fe. El amor de Dios, la entrega del Hijo, la fe del creyente y la vida eterna recibida son las claves explicativas de esta celebración. Todo comienza con una iniciativa divina. El amor infinito de Dios por el hombre es el que le lleva hasta la entrega de su propio Hijo para ofrecer la salvación a un mundo que no podía obtenerla por sí mismo. La fe del creyente es la única respuesta posible a este amor de Dios, que nunca puede ser conseguido por ningún esfuerzo humano. Y la vida eterna es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el pecado y la muerte.

La fiesta del Domingo de Ramos que hoy celebramos es el mejor pórtico para comprender lo que estos días vamos a vivir. Aunque para nosotros sea una celebración muy conocida no por ello deja de ser una celebración paradójica. En ella se unen la alegría de la procesión, con el paso de la borriquilla, acompañada de las palmas y los niños, con una larga lectura de la Pasión que apenas parece tener que ver con ella. Solemos dar respuesta a este fuerte contraste aludiendo a como Jesucristo vivió esta misma ambivalencia cuando los que lo vitoreaban en su entrada triunfal en Jerusalén lo crucificaban sólo cinco días después. Con todo, esta reflexión no logra explicar el por qué alegría y sufrimiento se unen de tal modo en este día. El origen real está en dos tradiciones litúrgicas, ambas cristianas, pero diversas: Una alegre, multitudinaria, festiva, la tradición de la Iglesia de Jerusalén que conmemoraba en este día la entrada festiva en la ciudad santa que los judíos celebraban y celebran en la fiesta de los tabernáculos o de Sucot y que es la que plasmamos en nuestra procesión de las palmas. La otra tradición, la de la Iglesia de Roma, es austera y recogida y quiere ser memoria viva, anamnesis, de la pasión de Cristo. Ambas tradiciones entrecruzadas dan la explicación de los dos momentos tan diversos que conforman este día.

Y esta celebración, además de inaugurar la Semana Santa, vive, en germen, cada uno de los momentos que la Semana Santa desplegará ante nuestros ojos. Porque en esta semana única caminaremos desde la alegría hasta el sufrimiento para volver al gozo renovado y victorioso. Es llamativo como este discurrir de sentimientos también se plasma en las mismas vestimentas de cofrades y papones. En la mayoría de las poblaciones la procesión de las Palmas se recorre con la cara descubierta y ausencia de capirotes, mientras las procesiones auténticamente penitenciales, propias del resto de los días, verdugos y capirotes cubren el rostro para expresar el dolor y el sufrimiento, en espera de las procesiones del encuentro con el Señor ya resucitado que volverán a descubrir las caras para expresar la alegría de la victoria de la resurrección.

Las procesiones de la Semana Santa prolongan así, en la calle, lo celebrado en el templo, como magnífica expresión plástica de aquello que se vive plenamente en la liturgia. Es un riesgo continuo el que, olvidando su propia razón de ser, se puedan llegar a convertir en expresión vacía de lo que puede no haber sido auténticamente vivido. Reclaman, por ello, que no haya procesión sin celebración, contemplación sin oración; pero esto no debe impedir reconocer que, junto a su innegable atracción turística, en ellas late siempre, con mayor o menor fuerza, un sentimiento religioso que lleva a querer vivir estos días no en la comodidad de las vacaciones al uso, sino en el esfuerzo y el sacrificio de «pujar» unos pasos y de reencontrarse con unas tradiciones en las que son muchos los que encuentran respuesta ante los sufrimientos y las preguntas de su vida. De hecho, junto a las procesiones más renombradas de las grandes localidades castellanas o andaluzas, hay multitud de sencillas procesiones, casi en cada pueblo y cada aldea, que no buscan espectáculos ni intereses turísticos, sino reconocer que sólo en Cristo, en la fe de sus mayores, se encuentra finalmente la razón de la propia vida.

La Semana Santa, así plasmada en nuestras calles, se convierte, de este modo, no sólo en una celebración cristiana, sino en el ofrecimiento de una respuesta a la que sin duda es pregunta fundamental de todo hombre, la pregunta por el misterio del dolor y de la muerte. Y allí donde científicos y filósofos apenas atisban que decir y nada definitivo pueden responder, Cristo, con su propia muerte, y con la asunción de todos nuestros propios dolores y sufrimientos ofrece una palabra y una vida en la que, generación tras generación, hombres y mujeres encuentran la luz y la fuerza que rasgan la noche y devuelven la esperanza.

¡Qué Cristo resucitado, el anuncio final y definitivo de toda Semana que en verdad sea santa, acompañe nuestro caminar de estos días y nuestra vida entera! ¡Feliz y santa Semana!

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