Diario de León

TRIBUNA

Eugenio González Núñez ESCRITOR

¡Por Dios, que yo no quería venir!

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Todo el calvario empezó para mí una calurosa tarde del mes de abril, mientras cuidaba las bestias de mi papá. Ellas me conocían y yo les hablaba, y ellas obedientes me seguían. De repente, Canela, ladró asustada y temerosa, erizados los pelos del cuello, el rabo entre las patas, y enseñando sus filosos caninos blancos. Vi algo que se movía entre las matas del monte, me agaché y espié, guardando silencio…

Bien sé quién sos — susurró una voz.

¿Qué querés? — pregunté tímido

¡Bien que lo adivinás, no te las des de sonso! — dijo bajando el pañuelo que cubría un rostro imberbe.

Yo enmudecí, me levanté lentamente y me encontré a cara descubierta con alguien desconocido que me encañonaba. Me puse nervioso, y él aprovechó y, en tono tajante, me exigió que a mediados de mes me incorporara a su grupo.

¡No jugués! — me dijo. Con nosotros no se juega, bien lo saben los muertos —. Y el cipote, más joven que yo, me puso el cohete en el pecho, y de tamaño susto, de una sola, me fui pa’trás —. ¡Respondés de cumplir lo ordenado con tu propia vida, y con la vida de tu familia!

Arriando de prisa las bestias, escoltado por Canela, llegué a la casa temblequeando casi sin resuello. Ni palabras hallaron mis padres para consolarme, ni yo las hallé para satisfacerlos a ellos.

¡Debés irte al Norte…! — ordenó alguien de mi propia familia —. ¡Mirá vos, que esos malosos siempre cumplen!

Con lágrimas en los ojos, y tras largos forcejeos, una mañana tomé el bus en el Entronque. Todas las caras se me hacían sabedoras del terrible drama que conmigo llevaba: desobedecer a un mafioso marero, o dejarme en manos de sabuesos coyotes, camino de la libertad. Alguien me esperaba frente a la imagen del Cristo guerrillero en la iglesia del Rosario de San Salvador, obra del dominico Iturgáiz. Muy quedo, un viejito, la vista apagada, me pasó un boleto vía Guatemala, un tanate con unas pupusas recién fritas, y un fresquito de limón. Al llegar a la terminal de la capital chapina, otro encuentro inesperado me sobresaltó. Una mujer vestida con un traje largo de flores y perfumes, sin mediar palabra añadió un suéter multicolor a mi cuerpo marchito. Subí al bus y hasta México el viaje fue penoso y en absoluta melarchía. Ya en la terminal, perdido entre gentes que se entendían en lenguas extrañas, utilicé mi celular y marqué el número clave que me habían dado. Alguien me contestó como si me conociera.

¡Ni te movás!, ¿me oís? —, y confuso, miré a mi alrededor —. Aguardá al lado del bus, allí nos vemos.

Ganas de echar a correr no me faltaron, pero me retuve atenazado por el mucho culillo que mi alma tenía y una pizca de esperanza de que no fuera un pandillero.

¿Vos sos Jesús? —, me sorprendió alguien por la espalda minutos después —, y tras asentir con la cabeza, ¡seguíme! — me ordenó. Sin tiempo para mirarlo, y tan dócil como mis bestias, le seguí.

¡Tengo hambre! — me atreví a decir, pero mis palabras cayeron en el vacío, mientras el hombre, a paso de indio en camino, me obligaba a dar zancadas y hasta carrerillas para alcanzarlo. La casa donde llegamos, tras cinco horas siguiendo tortuosas veredas, era más bien una galera en medio de casuchas peores que la mía. Comí y bebí y, sin quererlo me quedé dormido. A la mañana, temprano, alguien me espabiló. Me trajo unas botas toscas, aunque una vez puestas, cómodas, y me ordenó:

¡Vamos!, y me recomendó, guardá tu distancia, y mantente en silencio.

Fueron noches eternas, cargadas de estrellas, caminando por potreros malolientes, fangosas vaguadas, y frías serranías, como pardillo asustado, sorbiendo a distancia los vientos del huidizo coyote. Las dormidas por el día discurrían de sobresalto en sobresalto. El calor era asfixiante, el lecho duro o polvoriento. Escasa la comida, seca y sosa. Interminables y desesperantes las bajadas y las subidas, cuando las había. Mi caminar era como de animal de monte capturado. Cansados mis ojos, escrutaban la noche, tratando de identificar, tan solo por el olor, cualquier bulto en movimiento. Rasgadas estaban mis ropas y había sangre y espinas en mis pies, a punto de reventar por la hinchazón. Aún así, había muchas horas para cavilar, porque los pensamientos nunca discurrían serenos, ni llegaban al final. Mi papá hubo de vender su mejor vaquita, ‘la Pinta’, mansa, lechera, la madre del ‘choto’ negro, y…

Era noche cerrada; cuando el coyote aulló de nuevo, y me sentí ajolotado. Tanto me asustó el aullido como el silencio de la noche estrellada. Mi lengua era como pita seca y, de puro antojo, se me pegaba al paladar. Flaqueaban mis piernas. Extenuados, llegamos a Ciudad Hidalgo, para encaramarnos, como pudimos al ‘tren de la muerte’, al monstruo que pitaba sofocado y enfurecido.

Era el primer tren de mi vida. Decían que el viaje, acomodados sobre los techos, era largo y penoso, hasta llegar a Nueva Laredo. Muchos soñaban en pasar al Norte. ¡No era ese mi sueño! Entre milpas y cafetales, yo vivía feliz. En la mesa de mis papás siempre había café, frijolitos y tortillas de maíz, y aquellos fresquitos de guayaba, mango o jocote que la niña Emma, mi abuelita, preparaba. Nunca me faltaron amigos, ni me perdían de vista aquellos ojos zarcos de la cipotilla que bien seguro hoy derramaba lágrimas por mí.

El ruido de este tren era ensordecedor, poco amigables eran las caras tiznadas, las miradas hurañas de los que me rodeaban. Es el día de hoy que sigo oyendo al maldito cipote en el potrero:

¡Oí, vos, o te unís a la banda, o te corremos a vergazos con toda tu familia!

Traqueteo, pitidos ensordecedores, sonaron toda la noche. Noche amarga, oscura y fría, a punto de quebrarme el corazón. Abrí mis ojos de golpe, y una polvorienta y negra nube atrapó y fustigó mi mente. La bestia frenó tratando de detenerse, sin atropellarse. Cuando por fin lo logró, como una bandada de pericos asustados, nos tiramos y emprendimos una alocada carrera a ninguna parte. La luna se alió con nuestra mala suerte y, casi de inmediato, como a conejos, con gritos, silbatos y feroces ladridos nos fueron cazando uno a uno. ¡Mi cuerpo aún se estremece por la angustia de mi alma!

Cuando me desperté, sobre el pavimento frío y maloliente de alguna cárcel de los Estados Unidos (no sabiendo si era sueño o realidad), el poco valor que me quedaba, lo convertí en palabras para proclamar ante la autoridad:

¡Yo no quería venir! ¿Lo entiende, señor policía?

Ok!, I see that! — sonrió cínico el uniformado.

¡Por mis muertos, se lo juro! — y me eché a llorar.

Men never cry! — como quien escupe, el policía me lo tiró en la cara sin compasión, mientras el perro se encaramaba furibundo sobre mis perneras mojadas, y yo, sujeto de pies y manos, gimoteaba impotente.

Cuando me desperté, sobre el pavimento frío y maloliente de alguna cárcel de los Estados Unidos (no sabiendo si era sueño o realidad), el poco valor que me quedaba, lo convertí en palabras para proclamar ante la autoridad: ¡Yo no quería venir! ¿Lo entiende, señor policía?
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