Diario de León
Publicado por
Fernando Ónega
León

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Fueron unas horas felices para los aliados. Los niños iraquíes daban la mano a los marines. Los carros blindados se apostaban en las calles de Bagdad sin ninguna resistencia. Los dirigentes del régimen de Sadam no aparecían por ninguna parte ni controlaban nada. El paseo militar, con su reguero de víctimas inocentes, tocaba a su fin. Eso, al menos, decían las apariencias. Después vino la simbología. Los iraquíes que estaban en aquella plaza no tenían ni una buena cuerda para derribar la estatua del tirano. Su escalera no alcanzaba la altura del pedestal en que habían puesto a Sadam. Y eran pocos, quizá un centenar. La imagen histórica merecía mucha más gente. Ensayaron el derribo, pero la cuerda era insuficiente. Cogieron una maza, pero el pedestal era muy sólido. Tuvo que intervenir un tanque americano. Sin ese tanque, los iraquíes no hubiesen derribado al dictador. Su primer impulso fue tapar la cara de Sadam con una bandera de Estados Unidos. Parecía no importar que siguiera en pie, siempre que luciese esa bandera. Después, un tirones del tanque, y se pasó una página de historia. El derribo fue como la guerra: la estatua no era de bronce sólido. Sólo era sólido el pedestal. Sadam Husein estaba hueco por dentro. En despachos de Washington, Londres y Madrid se habrá brindado. Sólo había un punto de amargura: el presidente Aznar, que seguramente vio las escenas por la televisión, había sufrido un plante de los periodistas que cubren la información del Senado. Pusieron sus cámaras y libretas en el suelo. Era su forma de decir «No a la guerra». Y al presidente y a quienes le acompañaban les pareció una ofensa. Eso no se hace a un jefe de Gobierno. El jefe del Gobierno no ha matado a nadie. No es responsable de ninguna muerte. Pero ahí quedó la estampa, como un mensaje a la Moncloa: está siendo una victoria, pero amarga. El conflicto puede terminar, pero quedan las heridas de la guerra. Y son heridas en el alma.

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