Diario de León

TRIBUNA

Antonio González de Lama en el recuerdo

Publicado por
PÍO DE LAS HERAS GAYO
León

Creado:

Actualizado:

SE CUMPLE este año el primer centenario del nacimiento de don Antonio González de Lama, insigne leonés que destacó en el mundo de la prensa, la literatura, el pensamiento la crítica, ejerciendo siempre un magisterio abierto y de máxima altura. Tuve la suerte de conocerle y de escucharle, si bien a través de encuentros muy puntuales, siempre en el Diario de León, o en mis asistencias a conferencias suyas en las que rebosaba humanidad, conocimiento y doctrina. A pesar de la escasez de contactos, su palabra, su voz, su figura envuelta en aquella vieja sotana, siempre han estado acompañándome y en los momentos más imprevistos, sin saber cómo ni porqué, esa imagen de don Antonio se me aparece totalmente nítida, transportándome a un pretérito entrañable. De esos recuerdos, de ese tiempo, queda en mi memoria una especie de plano fotográfico, lleno de vida, que se produce en el ámbito de la Catedral. No podía ser de otra manera. Comenzaba la década de los años sesenta, un día cualquiera del mes de marzo, a punto de dar las diez de la mañana. Recuerdo exactamente la hora porque tenía que atender un mandado en la oficina de Correos que, como todo el mundo sabe, está al lado de la Catedral. El día era radiante, espléndido, ligeramente frío en las orejas y en la cara. El interior estaba perfectamente abrigado. Acababa de subir la calle Ancha y ya me encontraba en esa cima especial de León donde Gamoneda escuchaba el silencio de los hombres que subían a contemplar las estrellas y a beber la frescura de la noche. Evidentemente en ese momento al que me estoy refiriendo era de día y la catedral tenía toda la luz del mundo filtrándose en la filigrana de la piedra. Tenía también todo el silencio en las torres esbeltas. Sus gárgolas soñaban con cigüeñas ausentes. Se desperezaba el viento entre los arbotantes. Y la paz, la dulce paz de la mañana joven, calentaba sus ateridas alas en los cuencos de las aguas benditas. Recostada su espalda en la casa solariega de los Sierra Pambley, don Antonio se tomaba su tiempo para coger del librito el papel de fumar, llenarlo con picadura de tabaco, liarlo suavemente con sus dedos, hasta hacer un pitillo y antes de dejarlo perfectamente cerrado y a punto de inginición, tomar un respiro. Acariciar el tiempo, el frescor de la mañana la luz que se filtraba por la piedra, aquel viejo recuerdo de una vieja tarde y aquella sotana que hacía humildemente ostensible su presencia en las soledades otoñales de la Condesa, o en los dulces paseos por Ordoño, o por Papalaguinda, cuando el sol dora los castaños y los chopos más altos. Sumido en sus pensamientos, don Antonio enciende el cigarro, aspira profundamente y libera el humo de sus pulmones en volutas que se pierden el aire. Sigue recostada su espalda en la fachada de los Sierra Pambley, con sus labios gordos de tanta calentura en la palabra, con sus ojos cansados de tanto mirar al infinito. Como Antonio Pereira, a Dios debía sentirlo arriba, inconfundible. La confusión debía llegar de más abajo. De la altura del hombre. De los corazones que latían por dentro y que don Antonio reconocía tan cansados de lágrimas que a duras penas podían palpitar. Mirándole en aquel momento irrepetible y único, allí, frente a la Catedral, en el silencio, con su paz recogida, con su bondad de luto, tuve la sensación de que no estaba solo. Creí ver a don Antonio echando una «calada» con Dios y hablando de sus cosas

tracking