Diario de León

TRIBUNA

Más allá de un cambio legislativo

Publicado por
ALBERTO CENTENO REYERO
León

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EN LOS ÚLTIMOS 25 años ha tenido lugar una de las transformaciones más importantes en la organización del sistema educativo. Se ha pasado de un modelo fuertemente centralizado a otro descentralizado, que ha servido para articular la pluralidad social y cultural del Estado español. A lo largo de este proceso de descentralización de la política y gestión del sistema se han promulgado seis leyes educativas, de distinta factura y contenido, con diferente suerte en su desarrollo normativo, que no han abordado los problemas reales de fondo que tiene la educación no universitaria en nuestro país. Tampoco han logrado la deseada continuidad y la necesaria estabilidad que precisa el sistema educativo. Como consecuencia de lo anterior, desde distintos sectores se reclama un pacto o consenso para evitar que la educación, quizás uno de los asuntos de Estado más importantes para las sociedades democráticas, caiga en la dinámica por la que las leyes que unos hacen otros las deshacen. Sin embargo, el problema surge a la hora de pasar de los deseos genéricos a las concreciones. De cualquier forma, si se apuesta por un pacto, éste habría de tener una triple dimensión: un pacto político de carácter parlamentario, un acuerdo entre el Estado y las comunidades autónomas y un pacto social (no se puede acometer, hoy día, una reforma de la educación sin contar con la participación efectiva de la sociedad civil: miembros de la comunidad educativa, grupos sociales que los representan y medios de comunicación). Hoy resulta ser una evidencia el hecho de que nadie tiene en exclusiva el poder mágico para resolver los problemas de la educación y los retos que a ésta le plantean las nuevas necesidades sociales. Por ello, nos parece torpe la estrategia de achacar a una determinada «reforma», o a algún aspecto de la misma, las bondades o las deficiencias de todo el sistema educativo. Consideramos que ninguna ley que impulse una reforma puede adueñarse de todo lo bueno o ser responsable de todo lo malo que podemos apreciar en la educación. Una vez más, una ley orgánica para el ámbito no universitario está a punto de incorporarse al escenario educativo. Esta nueva ley, LOE, todavía en trámite parlamentario, está generando en los últimos días una fuerte controversia. Una vez más, el debate (más formal que sincero) de los problemas de fondo, previo a su entrada en el Parlamento, ha quedado oscurecido por la manipulación partidista, el ruido mediático y la primacía de los intereses particulares, sectoriales y corporativos sobre los generales. No hace muchos días hemos podido observar cómo se han utilizado estrategias que han impedido un análisis serio y riguroso de los verdaderos problemas educativos, focalizando la atención hacia otros temas de menor relevancia. No es de recibo, por ejemplo, que, en los inicios del siglo XXI, este país siga analizando los problemas de la educación a la luz de la religión. Las dificultades y deficiencias que aparecen ahora, en algunas de las etapas educativas, obedecen a males del sistema que son estructurales y endémicos, que tienen muchos años y que no son modificables por la virtualidad de las leyes. Estas son sólo marcos que hacen posibles determinadas prácticas (a veces rutinarias y poco innovadoras). Los cambios importantes han de producirse en las actividades cotidianas de los centros educativos, y que esos cambios se originen no lo puede garantizar ninguna ley. Los retos que tenemos por delante tienen que hacer posible que el esfuerzo realizado en extender y ampliar la escolaridad obligatoria hasta los 16 años dé realmente sus frutos y lo haga para todos en condiciones de igualdad. Por otra parte, la enseñanza obligatoria ha de alcanzar dos metas que parecen contradictorias: la integración social del alumnado y la calidad de la enseñanza. Conciliar estos dos objetivos exige diálogo, prudencia y adaptación permanente. Ya se ha dicho anteriormente que no hay ninguna receta infalible, Necesitamos una gran humildad, capacidad de autocrítica, imaginación y una no menor constancia. Si queremos mejorar a fondo nuestro sistema educativo hay que ir mucho más allá de las leyes que se promulgan y desarrollar políticas que aborden los problemas reales. A continuación, muy sucintamente, aparecen cinco cuestiones básicas que generan esos problemas. Una ley que impulse una reforma educativa considera como pilares fundamentales: el profesorado y el currículo. En cuanto al primero, todo se hace en su nombre pero sin su participación efectiva. Tampoco se toma en serio su formación -cáncer oculto-, tanto la inicial como la permanente; es decir, sus actitudes, su práctica, su compromiso, sus hábitos, sus rutinas¿ Como las reformas que se implantan suelen ser ajenas a la cultura escolar, los cambios estructurales y curriculares encuentran una gran resistencia entre el profesorado, lo que se traduce en una aceptación pasiva y burocratizada de los mismos. Respecto al segundo, decidir una cultura común y básica para toda la ciudadanía significa tener claro cuáles son las competencias y habilidades que la sociedad reclama en el siglo XXI. Otra cuestión importante a tener en cuenta es la organización y funcionamiento de los centros educativos. Estas instituciones, acogedoras de la diversidad del alumnado, por un lado, deben potenciar la participación efectiva de los miembros que componen la comunidad educativa y, por otro, deben tener un proyecto educativo identificable socialmente, relevante culturalmente, estimulante para el alumno, que comprometa a todo el profesorado en su elaboración, desarrollo y evaluación. Con el límite que impida interpretaciones insolidarias y discriminatorias, somos partidarios de favorecer una autonomía real de los centros en la gestión de los recursos económicos, materiales y humanos. La cuarta cuestión es el contencioso entre la escuela pública y la privada concertada. En este asunto se requiere una gran dosis de autocrítica para que la escuela pública sea menos funcionarial y más comunitaria, y la privada concertada menos selectiva y más social. Pensamos que la escuela pública ha de ser el eje vertebrador del sistema educativo y, al mismo tiempo, responsable de hacer efectiva la universalización del derecho a la educación. Por su parte, la escuela concertada debe participar en los procesos de escolarización del alumnado, dentro de un paradigma de «corresponsabilización sin exclusión» de los centros financiados con fondos públicos. A partir de ahí habrá que fijar criterios para la distribución y control del dinero público. Finalmente, se ha de conseguir una educación de calidad para toda la población. Algo que tiene que ver con la justicia social y la igualdad de oportunidades. En este sentido, en nuestro sistema educativo se aprecian importantes desigualdades a corregir, al menos en dos aspectos: de carácter territorial, lo que plantea la necesidad de mejorar las políticas de redistribución; también, el fracaso escolar afecta en desigual medida a distintos grupos sociales, lo cual conduce a entenderlo como la manifestación de un déficit que exige políticas y estrategias compensatorias. Necesitamos recordar que el proceso de expansión de la educación, históricamente, se ha llevado a cabo dando acogida y oportunidades a quienes estaban excluidos de ellas. También, a quienes no se les consideraba capaces de responder a las exigencias de las instituciones escolares. Sin embargo, no basta con decir que se quiere mejorar la calidad. Esta afirmación hay que hacerla efectiva invirtiendo más y mejor en la educación y formación del conjunto de la población. En definitiva, pensamos que se precisan políticas que impulsen fuertemente a la escuela pública y la democraticen; que garanticen un sistema educativo estable y flexible, adaptado a los nuevos tiempos y a la sociedad del conocimiento; con un profesorado preparado, ilusionado y comprometido; financiado de acuerdo a las necesidades que tiene; y que los centros de titularidad privada que reciban financiación, tengan todas las garantías de control público y social.

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