Diario de León
Publicado por
ALFREDO VARA
León

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CUANDO era un niño, la huerta del abuelo producía cientos de manzanas que le obligaba a comerse con la merienda porque, decía, eran las mejores del mundo. Menos mal que su mejor amigo le ayudaba y se zampaba la mitad. Si alguien le hubiese dicho entonces que aquella huerta sería su mejor herencia, habría respondido con un movimiento de rotación del dedo índice derecho apoyado sobre la sien. Pues lo fue. La ciudad la engulló, y el nieto solo tuvo que sentarse a esperar. Aquel pedazo de tierra fue subiendo de valor y, al mismo ritmo que se llenaba de zarzas y maleza, se transformaba, mediante oportunas recalificaciones, de suelo rústico en urbanizable y luego en urbano. El tiburón inmobiliario que se la compró y la unió a otras huertas sobre las que levantó un gran edificio se forró, pero las migajas del negocio reportaron al nieto, en provechoso trueque, dos hermosos pisos. Mientras, el amigo de la infancia, que no tenía huerta que heredar, tuvo que embarcarse en una hipoteca a 30 años que se comía inexorablemente la mayor parte de su sueldo y crecía, en vez de disminuir, al ritmo infernal que marcaba un fantasma llamado euribor. Cada mes se preguntaba qué habría ocurrido si, en vez de elogiar las bondades del mercado libre, alguna institución se hubiese preocupado de que las viejas huertas de manzanos pasasen a solares en una evolución razonable. Cientos de ciudadanos lo agradecerían. Pero unos pocos se perderían grandes negocios. La clave está, pensó, en de qué lado prefieren situarse los que deciden.

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