Diario de León

TRIBUNA

Educación, ¿para qué?

Publicado por
VENANCIO IGLESIAS MARTÍN
León

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POSIBLEMENTE educación sea una palabra de esas que se cargan de nuevos sentidos cada diez o quince años según la variación que experimenten las distintas escalas de valores, desde las que una sociedad establece formas de conducta marcadas por la aceptación o la repulsa de la actividad individual o colectiva. Esa labilidad semántica de la definición hace que las discusiones sean interminables y siempre acaloradas, porque todas las fuerzas sociales se sienten autorizadas a imponer sus propias creencias de grupo y definir la educación, no tanto a conveniencia (que también, y es esa una tendencia eterna del poder) como según criterios de ideología o extrapolaciones tanto de experiencias personales y familiares como de la propia escuela de la que siempre se guarda un recuerdo aureolado por el tiempo que todo lo embellece. Las definiciones pues, varían según el que las realiza, individuo o grupo, pero todas llevan una carga de certezas e intuiciones cegadoras, que confrontadas, hacen imposible un acuerdo de mínimos en esa ya larga y estéril discusión de principios. En esta situación, los vaivenes de las actividades consideradas educativas son tan variados, tan sensatos o insensatos, tan imaginativos o chatos como los grupos o individuos que las proponen o las rechazan. Cuando el siempre discreto y profundo Sánchez Ferlosio propone una distinción más y muy atinada, asegurando que la educación siempre es pública, solamente está llamando la atención sobre el programa de actividades o asignaturas consideradas fundamentales en el proceso educativo. Pero la educación no es propiamente pública. Se trata de una actividad recóndita, de movimientos interiores imperceptibles, en la que los puntos de referencia vitales van perfilándose y definiéndose y los valores que van a condicionar conductas y maneras de acción privada o pública, van cimentándose y fortaleciéndose. En ese movimiento secreto, personalísimo parece que intervienen tres factores de cuya eficacia y armonía puede que dependa la buena educación. En torno a la Educación repitamos, pues, algunas obviedades, que la repetición es una buena técnica de la enseñanza y los Mediterráneos conviene descubrirlos muchas veces. En primer lugar está la atmósfera familiar de los valores vigentes. Entiéndese, claro, «atmósfera» como ambiente en el que los de valores sociales y familiares constituyen el aire en que el niño respira y que necesariamente irá configurando su alma entendida como inteligencia/sensibilidad y tendencias. De la densidad de esa atmósfera dependerá la certeza y seguridad ética del muchacho, si este aprende a respirar en ella. Se dice, valores y no útiles. Cuando se confunden, lo que se puede producir en la educación del muchacho es desastroso. Quiero decir que cuando en la familia se entiende como «valor esencial» de la vida, el útil «dinero y consumo» por ejemplo, los desastres que se producen en la conciencia del educando son generalmente irreversibles. Y no es infrecuente que el necio confunda valor y precio como diría Machado. Y es bíblica la pesimista observación de que el número de los necios es infinito. En segundo lugar está la instrucción, que se consigue tanto en la escuela como en el hogar (no olvidemos que muchos de los conocimientos adquiridos en la casa son una especie de propedéutica que facilita la adquisición y consolidación de los que se imparten en la escuela). Este es el factor más público del proceso. El conocimiento tanto intelectual como estético es un elemento importante en la escultura de la personalidad; el que crea y afianza el sentido crítico; sin él, sin el sentido crítico, los «conocimientos» se convierten en herramientas, o bien dejan el espacio a «conocimientos e ideas-fuerza» social o política o grupalmente dirigidas a otros fines. No es vana la observación de que las simplezas de tipo nacionalista y su zafio reduccionismo, su estrechez de horizontes y la elementalidad de sus «ideas» prendan fácilmente en los jóvenes menos dotados o marcados por el fracaso escolar, convirtiéndolos en carne de cañón (y de horca) que facilita su manejo como fuerza bruta, por políticos éticamente poco escrupulosos, en un trágico teatrillo de bubulú. Es aquí donde surgen las discrepancias que, sobre educación, tienen los grupos políticos; discrepancias que versan generalmente sobre contenidos de asignaturas, modelo de profesores, organización de los centros o idearios que los caractericen. Cada grupo tiene, en este terreno los modelos de alumno y profesor que creen que convienen a sus apetencias de poder o su voluntad de permanencia en el mismo. Las diferencias son siempre sobre Instrucción y no sobre Educación. En tercer lugar, hay un elemento que en el orden lógico es el primero y que podría resumirse en la palabra adiestramiento: creación de conductas y hábitos. Este aspecto público del proceso es donde se manifiesta la eficacia de los otros dos y la presión social ejercida sobre el educando y su ambiente familiar y escolar. Los comportamientos definen al educando y permiten evaluar el secreto proceso de aceptación o rechazo de valores y contenidos intelectuales o estéticos, así como aquellos modelos que se le proponen en la familia en la escuela o en la calle y los medios de comunicación. ¿El poder se alarma por la conducta de los muchachos? Inmediatamente busca en la educación la causa y cree ingenuamente que con una asignatura, un poquito de instrucción, todo podrá resolverse. ¿De qué sirve una asignatura como Educación para la Ciudadanía por muy bien que estuviera diseñada, cuando los medios de comunicación de masas del poder político machacan en un sentido contrario? El título mismo de la asignatura lleva una contradicción grave. No nos educamos «para» ningún otro fin que para la libertad y la dignidad personales. La educación es un valor en sí misma si empuja al individuo a su mejor yo. La educación es meta y camino y si se le señalan fines ajenos a su propia esencia se marra de forma escandalosa. Y aún peor, cuando se pone al servicio de cualquier poder porque entonces la educación sí que es pública pero como una mujer que se ve empujada a la prostitución. Cuando el poder interviene para alcanzar otros fines en la educación y la define (para la ciudadanía, para la cultura vasca o catalana, para las virtudes cívicas o para votar «con responsabilidad» al poder que está o aspira a estar instalado) entonces la educación se ve desamparada y la escuela se vuelve prostíbulo en el que el poder es el chulo que explota lo más sagrado del individuo. Y esto es válido tanto para las escuelas católicas, como estatales, como para las madrasas islámicas, para la educación pública, privada y mediopensionista. ¿Es que negamos que pueda haber una asignatura como urbanidad? De ninguna manera. Determinadas formas de conducta social que mejoran la convivencia y ponen freno a la natural fiereza del niño pueden y deben ser impartidas en la escuela, adiestrando al niño para el roce diario del ciudadano. Lo que ha provocado la reacción de tantos, quizá sea esa preposición «para» que parece señalar a la educación fines distintos susceptibles de ser ideológicamente manipulados por el poder. Lo gracioso es que la gran manipuladora de la educación en ese terreno, la Iglesia, que sabe también las tendencias de nuestra izquierda histórica, se lleva las manos a la cabeza reclamando libertad de elección. ¡Ella! Llamar la atención sobre derechos y deberes del ciudadano, sobre conductas que mejoran la relación personal con el medio, proponer los límites aceptables que tiene la propia libertad cuando aparece la libertad ajena, respetar al hombre que nos encontramos en el barrio, en la vecindad, en la casa o en la escuela, etcétera, todos esos fines son sencillamente destrezas que el alumno puede y debe desarrollar para hacer un medio más vivible, donde desarrollarse más plenamente; pero todo eso está implícito en el resto del currículo. ¿Qué falla en él para se piense que ese tipo asignaturas sea necesario? Esa es la cuestión que nadie quiere proponerse de manera radical.

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