Diario de León

TRIBUNA | jesús garcía y garcía

La peor manada

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León

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MI ABUELO materno, «el Tío Manolín de Eros», era un paisano célebre en todo el Concejo de Lena, por sus ocurrencias y su buen sentido. Yo tuve pocas ocasiones de tratarlo, pero alguna de sus salidas me las contaron. La que sigue la leí impresa y me parece oportuna para hacer algunas consideraciones: a principios del siglo pasado, manadas de lobos traían en jaque a los ganaderos del Concejo; ya no era sólo el ganado menor, hasta vacas y caballos aparecían comidos cerca de los pueblos. Para buscar solución, se reunieron en Campomanes: todos hablaron y hablaron para acordar las batidas que tenían que dar. El Tío Manolín callaba, y ello era raro. Le preguntaron su opinión y dijo muy serio: -"«Me parece bien que preparéis las batidas para arriba: el Huerna, el Pajares, hacia Quirós y hacia Aller, pero me extraña que no hayáis preparado ninguna batida para abajo». -"«Cómo, Tío, qué quiere decir?». -"«Que las peores manadas de lobos las tenemos por abajo, en La Pola y en Oviedo, esas son las que, de verdad, nos comen los hígados»....

Cuando oigo hablar de las soluciones a la crisis, me acuerdo de mi abuelo. Todos los esfuerzos se vuelcan en la reactivación de la economía de mercado, en reanimar la confianza de los consumidores, en dar dinero de todos a los empresarios, a los bancos, a los Ayuntamientos para que faciliten la cosa y vuelva todo a ir como antes. Pocos son los que piensan que la crisis vino porque la cosa no iba bien antes, que la verdadera causa de nuestra crisis viene de atrás; que hay que cambiar la cosa para que no vuelva a suceder. Yo, como mi abuelo, creo que la causa de los males está abajo, en los sumideros por donde se nos va más de lo que tenemos, y, si no se toman medidas para taponarlos, el arreglo, si llega, será pasajero y en cualquier momento volveremos a las andadas y los de abajo seguirán pasándolas moradas: se nos llenó la cabeza con aquello de la «sociedad del bienestar» y nos creímos ricos todos, porque algunos lo eran y quisimos vivir como ricos y «pasamos el carro delante de los bueyes».

Yo veo la raíz de la situación en dos sumideros: una Administración desmesurada y unas ganancias excesivas para algunos.

La Administración del Estado ha crecido hasta límites desorbitados: Pensad en los sueldos y jubilaciones de senadores, parlamentarios (europeos, nacionales y autonómicos); en las diputaciones, ayuntamientos y un sinfín de organismos y consejos a todos los niveles... Si la democracia es eso, lo siento, pero no es para todos: sólo una nación muy rica puede aguantar semejante gasto. Y resulta que con los funcionarios de a pie pasa algo peor: esperábamos el aumento de los funcionarios con las autonomías, pero creíamos que era para bien público y que, en parte, se vería compensado con el descenso de la Administración Central. N ada de nada o poco de poco: aquello de Madrid sigue y se ha multiplicado por 17. Basten dos datos del reducido ámbito que me es más conocido. Uno: «En aquellos tiempos denigrados, que ojalá no vuelvan, un inspector de Enseñanza Media atendía directamente a todo el Distrito Universitario de Oviedo (Asturias, León y Santander); hoy, sólo en Ponferrada (es verdad que para toda la enseñanza no universitaria), contamos con cinco inspectores. Otro: en el Ministerio de Educación en Madrid había un funcionario al que, en tiempos, acudía yo para resolver mis problemas del Colegio.

Cuando empezó a oírse hablar de las autonomías, se despidió de mí, (pensaba que acabaría en Galicia, de donde era natural, porque, decía, en Madrid va a sobrar mucha gente. Hace muy poco lo encontré en Madrid y me dijo que allí se había jubilado, que solamente habían ido a las autonomías algunos jefes, que el resto lo habían cubierto con funcionarios nuevos y que ellos seguían prácticamente los mismos...

La descentralización era buena y necesaria, pero sólo si servía para hacerles más fácil la vida a los ciudadanos, no para montar en cada autonomía algo similar a lo que teníamos antes y para crear en cada una, cotos o huertos privados de los jefes de turno. Me parece bien, por ejemplo, que aumente el número de profesores, para que el número de alumnos sea menor y puedan atenderlos mejor; pero no para que tengan que ocupar un tercio de su jornada en cubrir papeles que me imagino que ya habrán dejado pequeños los archivos, a pesar de que la informatización ocupa poco espacio. Me hizo mucha gracia en el asunto de la cacería del «malogrado ministro» Bermejo, una cosa que pasó casi desapercibida de la crítica: resulta que ahora el permiso de caza hay que pedirlo en cada autonomía, ni el propio ministro ni sus múltiples consejeros y asesores se habían dado cuenta. Y, claro, ello supone oficinas y funcionarios y acaso pisos y edificios, cuando hoy se podría pedir por Internet a un chiringuito montado en cualquier piso de Madrid.

El segundo sumidero que nos arruina son los sueldos o gabelas de los altos jefes, tanto de la administración como de las instituciones económicas y sociales. A todos se les llenaba la boca con los «superávits» anuales. Pero, en cuanto éstos desaparecieron, todos a hacer el egipcio poniendo el cazo, y, si no, venga Eres y cierres, porque estaban mal acostumbrados y no se avienen a ganar «una miseria». ¿Qué habrán hecho con lo que guardaron en el tiempo de las vacas gordas? Y entre ellos incluyo a todos los asimilados de nuevos ricos: ¿nadie se atreverá a poner coto a los ingresos de altos funcionarios, directivos de empresas, artistas, deportistas? ¿Por qué, lo mismo que hay un mínimo personal exento del IRPF, no hay un máximo personal conveniente, de ingresos y gastos, a partir del cual la escala de Hacienda se disparara, pero ya en la nómina y en los «sobres», no al final, por lo de los paraísos fiscales? Cuando se oye hablar de las peleas de los herederos de los grandes, y no tan grandes, artistas que, en pocos años, amasaron una fortuna descomunal; cuando sólo nos escandalizamos si a un futbolista le pagan centenares de millones de euros y nos parece ya normal que sólo cueste decenas; cuando leemos lo que se paga en subastas por cuadros artísticos; cuando vemos en revistas las mansiones superlujosas de toreros y modelos u oímos algo de lo que se gastan nuestros «sacrificados» jefes de turno en viajes, yates, coches, palacios y pisos oficiales, es normal que uno piense que la cosa no está bien organizada, que muchos tiene que perder para que haya tantos que gasten tanto. Hacía antes referencia al ministro cazador: no sé si hubo o no hubo contubernio entre poderes o coincidieron allí por casualidad, pero a mí, que nací en un coto y viví en casa de un guarda de caza, lo primero que me llamó la atención y quisiera que se investigara, fue el precio de una cacería con tantas piezas abatidas. No creo que baje mucho de los 25.000 euros, todo incluido. Una de dos: si se lo pueden permitir con el sueldo, mucho ganan los ministros y jueces; y, si lo consiguen por el papo, será porque quien los invita espera cobrárselo o ya lo cobró por otros caminos. No es la confianza en el mercado la que solucionará la crisis definitivamente, es la confianza en los que mandan y en la cosa que nos han montado.

Cuando llegó la República, le preguntaban a mi abuelo a quién iba a votar y contestó: «preferiría que no cambiaran, así, cuando fueran ricos, dejarían de robar. Soy de izquierdas, pero votaré a las derechas por dos razones: la primera, porque, como dicen que los de derechas son ricos, espero que ya no necesiten robar tanto como los otros que vienen de pobres. La segunda, porque, como dicen, a la puerta del rezador no pongas el trigo al sol, pero a la puerta del que no reza nada, ni trigo ni cebada».

Quisiera tenerlo cerca para que me dijera a quién votaría ahora que los de derechas tampoco rezan y que, según dicen, algunos no son tan ricos como quisieran ser. Yo he decidido votar sólo al partido que me garantice trabajar para arreglar todo este desaguisado taponando los agujeros que vacían la economía de cualquier país, por rico que sea, y el nuestro es pobre, aunque nos cueste reconocerlo.

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