Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER | VICTORIANO CRÉMER

La Semana Santa otra...

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VICTORIANO CRÉMER
León

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ME DECÍA el vecino que iba para ingeniero de Montes que la Semana Santa de León le aburría, porque siempre solía ser lo mismo, con los mismos curas parroquiales y en el día último de la serie, con el entierro.

Y cuando yo, que iba precisamente para seminarista y confesor de pecadores, le anteponía para desterrar su escasa afición a Pasos y sermonarios que la Semana Santa de su pueblo, o séase de este León ya en crisis de muchas cosas, era todo lo atractivo y atrayente que nos deparaba sobre todo nuestra formación.

Y que la Semana Santa de León era lo mismo de apasionante y tradicional que la de Valladolid, que la de Zamora o que la de Burgos, que eran los únicos desfiles procesionales de los cuales yo conservaba memoria. Lo que sucedía era que nosotros, o sea los vecinos de la esforzada y sacrificada capital de la provincia más extensa y más poblada de la Península, era pobre, y no estaba para espectáculos: Disponíamos de dos o tres esculturas, confeccionadas a mano y por poco dinero y el clero, las autoridades y los feligreses, hacían lo que podían y cobraban poco por lo que hacían. En los Colegios de Maristas y Agustinos se seleccionaban los niños puros y católicos, como sus padres, que habían de figurar en los desfiles, portando andas y ciriales y formando parte de la Gran Asamblea del Dolor que decía el Magistral en el discurso de las Siete Palabras...

Y en el Entierro, antes de la Sagrada Cena de Víctor de los Ríos, la clerecía se distinguía por el acento fervoroso que ponía en su representación: Y había en el programa sucesos traviesos que daban a los desfiles un cierto aire de villanía, como eran o pretendían, la interrupción de los salmos sacerdotales y la intención malévola de que los presos de Puerta Castillo cantaran saetas. Y se salían estos con apelaciones a la propia situación: «Preso me encuentro / tras de la reja / tras de la reja / de esta prisión / cantar quisiera, llorar no puedo / las tristezas penas del corazón».

Era una balada como los seriales de la Radio. Y la letra y la música hacía llorar.

O bailar, o jugarse a las chapas los ropajes del Cristo, o la persecución de judíos taberna tras tabernario. Era, si se quiere, hasta una procesión alegre y dicharachera. Y los papones que llevaban sobre sus hombros una de las pocas vírgenes que figuraban en el elenco procesional, bailaban a la Dolorosa, como si lo que se estaba celebrando fuera motivo de juerga. A la altura de las monjas de clausura de la calle de La Canóniga, los cofrades se desprendían del compromiso religioso contraído y corrían a matar judíos. En la noche nochera del día anterior era costumbre, seguida con fervor, la de reunirse para comerse una cazuela de bacalao picante y proclamar la iniciación de una ceremonia en la cual a veces, los pillos de la partida metían de rondón una chica libre, de las que ya fumaban, y así que el público se daba cuenta de la presencia en el acto de la Berna, compañera o querida del diputado más popular, se completaba el programa, sacro, ni más apasionante ni menos que los de Valladolid o que los de Zamora, pero tampoco como para que los vecinos de «posibles» abandonaran la casa del Padre, porque se aburrían. Y bailaban a la Virgen. ¡Joer, qué tropa!

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