Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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La Gaveta

Mañana hará 40 años que el hombre llegó a la luna. Quien vivió aquel momento, nunca olvidará su historia particular con aquella luna, con aquel tiempo. Con aquella emoción. Recuerdo la ciudad de Ponferrada en 1969. El curso anterior había desaparecido el pavés de sus calles principales, y ahora había asfalto donde antes hubo adoquines. También había al go nuevo para un muchacho que observaba el mundo desde un balcón de la plaza de Fernando Miranda: había parejas de jóvenes que recorrían la ciudad, abrazadas. Lo que años antes era impensable.

Parejas donde las chicas iban con minifalda, y los muchachos con pantalones tejanos. Esta imagen, tan sencilla -el brazo de él sobre el hombro de ella, el brazo de ella en la cintura de él-, empezó a verse en Ponferrada un año antes, en 1968. Y era la prueba de que la gran revolución cultural del mayo francés -“la única que he conocido- se dejaba notar en aquella ciudad remota, brava y pequeña.

Ponferrada y sus parejas de novios. Y la luna. Y el verano y las tres piscinas a tope. La de Compostilla, la de la carretera de Molinaseca y la del Club de Tenis. Decían que era una ciudad privilegiada en eso, pero también había un hombre de la Cabrera que se empeñó en adecuar una playa fluvial en el río Boeza, junto al puente Mascarón. Un día me acerqué por allí y vi el espectáculo del río negro, las piedras y luego una tolva blanca de arena, que era la playa. Un evidente cuadro del tercer mundo.

Pero Ponferrada en 1969 era una ciudad de mucha presunción. Coches deportivos, mujeres muy atildadas, y alguna «boutique» en la zona de República Argentina. El alcalde era Luis García Ojeda, un señor mayor, bajito, con gafas negras y sombrero. Un día de aquel año yo estaba en Astorga haciendo auto-stop y él accedió a llevarme.

A mí me pareció muy curioso que el señor alcalde recogie ra autoestopistas. Él iba en su coche oficial, con banderín, y venía de ver al gobernador, un lucense infinito que se apellidaba Ameijide Aguiar. Pero yo estaba en el cuarto de la tele, en casa, con mis padres, mis hermanos y mi tío José. Y allí vimos, sobrecogidos y dichosos, toda la secuencia de Neil Amstrong y de su compañero Edwin Aldrin, mientras Michael Collins se quedaba en la cápsula. ¡Pobre!, decíamos luego; estuvo tan cerca de la luna y no la pudo pisar. De aquel instante, la emoción mayor fue el primer paso de Armstrong, naturalmente. Él tenía algo de miedo, vacilaba. Luego era feliz, daba saltos. Todo era sencillo y en blanco y negro; un triunfo de la humanidad entera. Y resulta hermoso saber que aún vive Amstrong, a sus 78 años, que no son tantos.

Quienes vivimos aquel momento y éramos adolescentes, nos quedamos un poco ahí, acaso. En una Ponferrada donde el tren de Villablino seguía siendo el mayor juguete que la vida nos ofrecía. Ir a su estación del Far West era una escuela de sociología y de metalurgia, de tiempo y mimosas, de niñas muy guapas que paseaban por el andén, en sus bicicletas plateadas. Al otro lado de la calle, un jardinero regaba los campos verdes de la MSP, donde el Belga era sumo sacerdote, con su coche blanco, interminable y norteamericano. Era el t iempo de la Luna, que siempre vuelve.

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