Diario de León
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Tribuna | Rafael Puyol

Presidente de la I.E. Universidad

Acababa la Segunda Guerra Mundial cuando un americano, Frank Notestein, presentaba en Chicago una teoría, llamada de la transición demográfica, para explicar el crecimiento moderno de la población. Desde entonces, el modelo ha sido considerado como uno de los grandes paradigmas para secuenciar el paso desde un régimen poblacional antiguo a otro moderno. La teoría utilizó la evolución de la población europea para definir el esquema diferenciando cuatro grandes fases: una pre-transicional con alta mortalidad y fecundidad y crecimiento muy pequeño; una segunda en la que disminuye la mortalidad y se mantiene alta la fecundidad provocando un crecimiento intenso; una tercera que implica el retroceso de los nacimientos y, por lo tanto, la desaceleración del crecimiento; y una final que supone un nuevo equilibrio entre nacimientos y defunciones y un crecimiento otra vez pequeño. Efectivamente, ésta fue la evolución que se desarrolló en Europa desde finales del siglo XVIII hasta por lo menos los años centrales del siglo XX, validando la pertinencia de una teoría que se juzgó útil para interpretar la evolución demográfica en el resto del planeta

Así pues, las cosas se iban cumpliendo hasta que la fecundidad europea, tras la etapa del -˜baby boom-™, empezó a descender de una forma incontrolada y a perder los niveles de renovación de las generaciones (2,1 hijos por mujer en edad fértil). Pronto se vio que la primera teoría no lo explicaba todo y que sus supuestos quedaban desbordados por una realidad nueva. Desde la década de los 60 y a lo largo de los 70 y 80 se van a intensificar unos cambios en la sociedad y en la población europeas que los demógrafos holandeses Van de Kaa y R. Lestaegue definieron como una segunda transición demográfica. Esas trasformaciones afectan tanto a la fecundidad, como a la nupcialidad y a los modelos familiares y suponen no sólo menos matrimonios, menos nacimientos y más tardíos, sino también el aumento de la tasa de divorcios, de los hijos extramatrimoniales, del fenómeno de la cohabitación y de las familias monoparentales y reconstruidas.

Como consecuencia de estos cambios el crecimiento natural se resiente, al mismo tiempo que se intensifica el envejecimiento por la acción sucesiva y finalmente combinada de la caída de los nacimientos y el aumento de la esperanza de vida al nacer. Se alzaron entonces algunas voces interpretando la desnatalidad y el envejecimiento como síntomas de la decadencia europea y pronosticando un futuro incierto para las pensiones y otras necesidades sociales.

Sin embargo, desde mediados de los 80 y debido en parte al déficit demográfico comienza a crecer la inmigración hacia las sociedades desarrolladas, que algunos autores, como el norteamericano Coleman interpretan como una tercera transición demográfica; en este caso, caracterizada por un cambio en la composición étnica y cultural de los grandes países receptores. Se trataría de una transición no deseable, ya que en opinión de este y otros demógrafos, entre los que brilla con luz propia el estadounidense Samuel Huntington, la migración actúa como un factor diluyente de la idiosincrasia de la sociedad de acogida.

Quizás resulte demasiado ambicioso llamar transiciones demográficas a la segunda y, sobre todo, a la tercera de ellas, ya que su alcance queda restringido a determinadas sociedades avanzadas. Pero nos sirven de telón de fondo para secuenciar la realidad de la población europea caracterizada por tres grandes rasgos básicos que se intensifican tras el final de la primera transición: una natalidad diferencial, pero generalmente baja en todas partes, unos niveles de envejecimiento intenso y una inmigración importante, que aún crece y que lejos de suponer un problema es, al mismo tiempo, una necesidad y un reto para el futuro.

La Europa de los 27 tenía el 1 de enero de 2009 casi 500 millones de habitantes. En conjunto, la EU-27 todavía crece, pero el 80% de ese crecimiento es debido a la inmigración y sólo el 20% al balance entre nacimientos y defunciones. En algunos países, ese balance ya es negativo provocando el de la población de sus propios países.

Es prácticamente imposible que en el futuro se pueda producir una recuperación significativa y perdurable de los niveles de natalidad. Sin embargo, es seguro que aumentará la mortalidad y el envejecimiento demográficos, generando una situación que convierte a la inmigración en un elemento imprescindible de nuestra sostenibilidad económica y poblacional. Así pues, el reto que tenemos por delante, cuando la crisis haga las maletas, no es impedirla o combatirla. No se puede dar la espalda a quienes necesitamos, ni creo que nuestra civilización o nuestra cultura corran peligros serios por la presencia de ciertos grupos de inmigrantes. Como corremos serios riesgos es cerrando las puertas a quienes quieren venir, siempre que lo hagan en las cantidades y condiciones adecuadas, sean legales y tengan deseos y posibilidades reales de integración. Alguien ha dicho que con los inmigrantes Europa no será lo que fue. Lo cierto es que sin ellos simplemente no será.

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